Archivo de la etiqueta: Costumbres

¿El nombre? No importa; o quizá ni lo tenía. Llegó a la ciudad sin conocer a nadie y hurañamente se escondió en una casita, a unas cuantas cuadras de la Administración Principal del Timbre, donde tenía su trabajo. Lo mismo en invierno que en verano, hiciera frío o calor, lloviera o tronara, usaba un viejo abrigo; el cuello subido a la altura de las orejas y el sombrero encasquetado hasta las mismas. Con puntualidad rigurosa salía de su casa recorriendo siempre el mismo tramo, con paso menudito, sin prestar atención a nadie, ansioso en su timidez de llegar cuanto antes a su destino. Pero no escapó a las burlas y sarcasmos de las Pardo, las siete hermanas famosas en Teziutlán por su inmaculada soltería y temidas por sus malas lenguas.En cuanto lo veían venir, asomadas todas al balcón y precisamente cuando pasaba debajo de este, gritaban a coro: – ¡El…

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Al negrito Jacobo rara vez se le veía por las calles de Teziutlán. Había sentado sus reales en unas piedras amontonadas cerca de un rincón del mercado, sobre las que se instalaba para vender su mercancía a los indígenas de la región. El negocio no podía ser más productivo si se tiene en cuenta que el único capital que aportaba era la paciencia, sin la cual la quiebra habría sido irremediable. Todo lo que tenía que hacer era esperar a que le creciera el cabello y con eso se acababan sus preocupaciones económicas. El dinero entraba en sus bolsillos como en las arcas de la Tesorería en época de inflación. Sin embargo, a veces la pasaba »pintas», a pesar de que difícilmente podía haber superproducción de cabello de negro, porque la demanda era constante y la oferta necesariamente limitada. Entonces el humor de Jacobo se ponía a tono con su…

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¿Cuánta gente y cuántos comercios han desaparecido ya? Aún hoy, al caminar por sus calles, nos parece deleitarnos con sus olores y sabores, algunos de los cuales solo nos queda un dejo en la memoria visual y la del paladar, como aquellos deliciosos e inigualables tacos al carbón que preparaba Don Flú (¿lo recuerdan?), de una exquisitez única y cuya receta se mantuvo siempre en secreto. Su local, de piso de tierra e interior sombrío y verdoso, estaba en la Avenida Hidalgo, pegado a lo que hoy es Deportes Leo, también de gran tradición teziuteca. Más abajo, la inolvidable dulcería Lupita y enfrente, en las afueras de lo que fue Olé Olé y Maxi, los tan añorados churros rellenos de Rodo, que despedían un olor embriagante que, de manera extraña, nos recordaba a la Feria Teziuteca de agosto. Al seguir bajando, era inevitable no detenerse a curiosear en los aparadores…

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Rubén Marín (1910 – 1980) escribió una hermosa novela ambientada en Teziutlán: Los Otros Días, apuntes de un médico de pueblo. En esta hace minucioso detalle sobre algunos personajes, calles y casas que en esa época brillaban de esplendor y vida destacando, entre otras, la llamada por él mismo Casa del Poeta. Su hija Josefina Marín de Murgasz, quien nos dijo que, según recordaba, era un caserón muy bonito ubicado en el centro, con jardines esplendorosos y patios espaciosos, con fuentes de agua y escalinatas por doquier para acceder a las numerosas habitaciones que tenía la Casa del Poeta que tanto recordaba su padre. «…Hace años. Poco tenía yo de instalado en el lugar cuando conocí La Casa del Poeta. La Casa del Poeta era, propiamente, una casa mía. Quiero explicarme. Yo no supe si la tal casa la vivía un poeta de veras o no, ni procuré indagarlo. Mejor…

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Mañana de diciembre clara, azul y hermosa que interrumpían sendos y rudos golpes. Se oían con un dejo de profundidad. Penetraban en mí, hacían eco e iban extinguiéndose lentamente. Desde lejos miraba a un grupo de hombres que en medio del pequeño zócalo de mi pueblo derrumbaban el viejo quiosco. En su lugar se levantaría otro que estuviera de acuerdo con las modernas construcciones de la época. Eran éstos otros tiempos. Tiempos nuevos. De los pasados se iban borrando las huellas. Se echaba por tierra lo que no servía; el viejo quiosco era un adefesio ante el nuevo y soberbio palacio municipal que se levantaba con otros edificios magníficos. Desprendieron la placa conmemorativa de la fecha de construcción, con el nombre de don Manuel Hidalgo Hinojar que, siendo Jefe Político de entonces, lo inauguró. Hubiera querido preguntar, buscar, volver a ver, la veleta que remataba aquel viejo quiosco. ¡Me gustaba…

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En el diario ir y venir de nuestra vida, nos encontramos con experiencias únicas, momentos felices que se recuerdan con cariño y anhelo, esperando siempre volver al día o semana siguiente para volver a encontrarse con ese ambiente placentero. Dejamos a ustedes un relato de uno de tantos personajes, de los últimos que quedan, y que guardan un sinnúmero de anécdotas por contar. Cada vez que pasaba por la Peluquería Apolo, ubicada en las esquinas de Cuauhtémoc y Lerdo de nuestra amada Perla de la Sierra me entretenía, como muchos, observando esos curiosos recortes de periódico sobre notas del espectáculo a los que, a manera de historieta , se les había colocado un texto escrito a mano que hacía alusión a algún chiste, sàtira o picardía a polìticos y artistas del cine y la televisiòn. Los cristales de ese establecimiento estaban forrados de viñetas amarillentas y carcomidas por la polilla,…

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«Apúrate mijo, toma aquellos tronquitos, esas ramas con hojarasca y tráelos». Yo me apresuraba a recoger lo que mi abuelita me decía, debía llevar un buen de leña a la esquina de mi casa, ubicada cerca del centro del Barrio de Ahuateno. Abajito de la casa de Doña Filo, de la casa de los Conde. Teníamos que colocar la leña y esperar el momento justo para encerderla. ¿El motivo? La celebración de la Santísima Trinidad, según la tradición de la Iglesia; el “Domingo de la Santísima Trinidad” es justo el domingo después de Pentecostés. En este 2022 será el 12 de junio. La tradición contaba que debiamos preparar una fogata afuera de la vivienda y empezar a cantar: «¡Viva! ¡Viva la Santísima Trinidad!, ¡que muera el pecado y que viva la gracia! durante este canto, se avivaba el fuego para volver a retomarlo. Al comenzar, el siguiente vecino debía responder…

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Cierta noche de un noviembre neblinoso y frío, de esos fríos que muerden con colmillos de hielo y embotan el alma, llegó hasta el portón de la casa de la familia Cervantes en la calle de Lerdo una mujer de origen incierto y edad incalculable, que cargaba a sus espaldas una chiquilla y portaba de la mano un mozuelo de no más de siete años de edad. Hizo sonar la aldaba tres veces. En el interior, don Rodolfo Cervantes se preparaba para dormir y se encontraba haciendo su recorrido habitual por aquella mansión para cerciorarse de que todas las puertas y ventanas estuvieran debidamente cerradas. Doña Josefa, su esposa, se alarmó sobremanera, pues no era común que alguien los visitase a las once de la noche. A decir verdad, don Rodolfo también se mostraba alarmado. Extrañados, acudieron los esposos al llamado de la puerta. Preguntaron de quién se trataba y…

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Teziutlán, finales del Siglo XIX. Grandes progresos se viven en la región: las calles estrenan por primera vez el alumbrado público, cuya planta generadora de electricidad se instaló en una antigua casa situada actualmente en la Avenida Juárez esquina con Alatriste; y el Teatro Victoria, recién erigido en 1882, cuya elegancia y estilo es copia fiel de uno similar en Francia. Las compañías de opereta y zarzuela visitaban la Perla de la Sierra y hacían las delicias de un público exigente y conocedor, ávido de espectáculos y entretenimiento en una época en que la neblina aparecía de la nada y de repente engullía a la ciudad entera, envolviéndola en un manto blanquecino y espeso donde apenas se podía distinguir a tres metros de distancia. Una niebla que cubría de silencio veredas y pueblos; casas y conciencias, apagando las voces, las risas, así como el bullicio, al igual que lo hace…

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Con ambos motes era conocida la anciana que vivía por la subida del Camposanto: »la de los dientes de tuza y pico de cotorra». Aquella que por sus negocios con las Autoridades del Otro Lado era tan buscada como un ponche caliente en uno de esos días en que la niebla no deja ver ni las propias narices. A esas actividades la habían orillado los requerimientos de los demás. Ciertamente le procuraban el sustento y hasta algunos ahorritos; pero vivía siempre temblando de miedo. La tenían »entre ojos» – ¿acaso no lo sabía?- todos aquellos que la necesitaban para sus componendas pero que con amabilidad hipócrita fingían visitarla para escudriñar los rincones. Beneficios y maleficios partían igualmente de sus manos y eran tantos, que hacían horizontes en su gran sabiduría: remendaba santos, hacía »mal de ojo», condimentaba bebedizos y enseñaba a hablar a los jilgueros y a los tzentzontles. En…

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