
Cierta noche de un noviembre neblinoso y frío, de esos fríos que muerden con colmillos de hielo y embotan el alma, llegó hasta el portón de la casa de la familia Cervantes en la calle de Lerdo una mujer de origen incierto y edad incalculable, que cargaba a sus espaldas una chiquilla y portaba de la mano un mozuelo de no más de siete años de edad. Hizo sonar la aldaba tres veces. En el interior, don Rodolfo Cervantes se preparaba para dormir y se encontraba haciendo su recorrido habitual por aquella mansión para cerciorarse de que todas las puertas y ventanas estuvieran debidamente cerradas. Doña Josefa, su esposa, se alarmó sobremanera, pues no era común que alguien los visitase a las once de la noche. A decir verdad, don Rodolfo también se mostraba alarmado. Extrañados, acudieron los esposos al llamado de la puerta. Preguntaron de quién se trataba y qué quería. La triste mujer en el exterior contestaba sollozante a las preguntas diciendo una cosa: buscaba trabajo para alimentar a sus hijos y un techo donde dormir, todo a cambio de faenas domésticas. Fueron los ruegos de doña Pepa (como de cariño le decía don Rodolfo a su mujer) los que ablandaron el corazón del señor de la casa y accedió a aceptar a aquella humilde mujer de mirada perdida y aspecto abatido a trabajar con ellos. Doña Josefa acogió a los pequeños de inmediato, ofreciéndoles sopita caliente y un lugar decente donde pasar la noche. Cerró el trato con la indigente. Por la mañana comenzaría con sus labores y, aparte, el niño también comenzaría a tomar clases para aprender a escribir y a sumar, esto en la escuelita de párvulos que atendían las señoritas Cervantes.
Y asì fue. El niño comenzò a ir a esa escuelita casera con los demàs chiquillos de la regiòn. A pesar de que su madre les dijo que su nombre era Romàn, la mayorìa comenzò a llamarlo Chita, debido, segùn los crueles rapazuelos que asì lo llamaban, a la manera en que gruñìa cuando deseaba expresarse. Otros afirmaban que le decìan asì por su aspecto no tan agraciado, con una mandìbula sobresaliente, como un homìnido.
Corrìa el año de 1949. Romàn habìa llegado a la Perla de la Sierra procedente de quièn sabe dònde. Y llegò con una familia que lo acogerìa para toda la vida: Los Cervantes. Esa familia que habitaba un lùgubre caseròn en el centro de Teziutlàn y que vendìan refrescos preparados por ellos mismos mediante un sistema de alambiques en una modesta pero bien surtida tienda de abarrotes en la parte baja de la casa. Una familia que escondìa muchos secretos entre sus antiguas paredes y que el mismo Romàn llegò a ser uno de ellos. De la hermanita que llegò junto con èl se sabe que muriò de manera tràgica. Un dìa a alguien se le cayò su cajetilla de cerillos y la pequeña, en su curiosidad, la recogiò y se los metiò todos a la boca. Su agonìa fue terrible. Fuertes estertores acompañados de agudos dolores de barriga hicieron a la niña vomitar sus entrañas debido a la reacciòn del fòsforo en sus àcidos estomacales. Tomar leche no sirviò de nada. Muriò ahì mismo, en alguna habitaciòn oscura de esa casa. Poco tiempo despuès del fallecimiento de la hermana de Romàn, su madre desapareciò. Contaban los vecinos que la vieron salir muy entrada la noche y que tomò rumbo al Panteòn, perdièndose en medio de la tormenta. Nunca jamàs regresò. Romàn tampoco supo nunca su nombre. Asì fue como creciò ayudando en las labores de esa casa y, ademàs, como mandadero del sacerdote a cargo de Catedral en ese entonces, lo que le sirviò despuès para ayudarle a tocar las campanas en misas y demàs eventos religiosos. Nadie ha vuelto a tocar de esa manera las campanas y a dirigir el tràfico con un silbato »natural» (pues el sonido del pito lo hacìa con la boca) como Romàn. En poco tiempo se convirtiò en uno de los personajes populares màs famosos del pueblo. Cuando llegò a su edad adulta, los niños teziutecos no paraban de hacerle bromas y gritarle su apodo a todo pulmòn, lo que hacìa que Romàn les pegase tremendas corretizas por, a veces, varias cuadras.
Nunca se metiò con nadie y sin embargo era muy acomedido con todos. Si lo saludabas, te regresaba el saludo con una sonrisa casi simiesca, lo que enmarcaba ese apodo ya de sobra por todos conocido.
Muriò de un infarto al miocardio una fresca mañana de primavera del 2006 al terminar de beber un refresco muy ràpidamente. Sus ùltimas palabras fueron, segùn dicen, »me cayò mal esta cosa». Tenìa aproximadamente 63 años.

Fuente: Familia Cervantes. Braulio Daza.
Nota:
Agradecemos infinitamente a Cindy Solìs por habernos facilitado las que parecen ser las ùnicas fotografìas de Romàn que existen. Creemos que su aporte es muy valioso y que ayudaron sobremanera a enriquecer esta publicaciòn. Nuestro agradecimiento sincero para ella.
Muchas gracias por leer esta Historia que la Niebla se Llevó
Hasta la Próxima.
Es muy bueno conocer un poco más de teziutlan y de todas esas historias que se atesoran en el tiempo.gracias por compartir.
Gracias por la historia en verdad aunque es triste marca mucho a esta enorme ciudad de Teziutlan, Puebla.
Buenas tardes, así es , en cuanto al reportaje de Román, puedo decir, que fue mi amigo por mucho tiempo, un grandísimo personaje y su manera de caminar también,muy particular.