Mañana de diciembre clara, azul y hermosa que interrumpían sendos y rudos golpes. Se oían con un dejo de profundidad. Penetraban en mí, hacían eco e iban extinguiéndose lentamente.
Desde lejos miraba a un grupo de hombres que en medio del pequeño zócalo de mi pueblo derrumbaban el viejo quiosco. En su lugar se levantaría otro que estuviera de acuerdo con las modernas construcciones de la época. Eran éstos otros tiempos. Tiempos nuevos. De los pasados se iban borrando las huellas. Se echaba por tierra lo que no servía; el viejo quiosco era un adefesio ante el nuevo y soberbio palacio municipal que se levantaba con otros edificios magníficos. Desprendieron la placa conmemorativa de la fecha de construcción, con el nombre de don Manuel Hidalgo Hinojar que, siendo Jefe Político de entonces, lo inauguró.
Hubiera querido preguntar, buscar, volver a ver, la veleta que remataba aquel viejo quiosco. ¡Me gustaba tanto! ¡Cuánta impaciencia de ver que no se movía y siempre señalaba hacia el norte! Todas las veletas se mueven al más ligero soplo. Eso sabía yo y, sin embargo, ésta permanecía impasible.
Nuestro quiosco. Digo nuestro porque era de mi época. Los días nuestros, míos, enteramente míos. Era bonito nuestro quiosco, elegante; recién pintado de verde y rojo parecía nuevo cada año o dos y hasta tres, pero, ¡cuánto lucía ante nuestros ojos de niños! Después, en muchas partes, vi muchos quioscos pero el nuestro era el nuestro y no se parecía a ninguno. Las columnas que sostenían el techo de lámina eran de hierro. En la parte superior una esfera y, sobre esta, la veleta que, tal vez enmohecida por los años, por tantas lluvias y humedades, se quedó quieta de frío, fija, hasta que se vino abajo. Los gorriones se posaban en la flecha de la veleta y algunas veces, por el verano, vi también en ella a las golondrinas.
Cuánta admiración me causaban los componentes de la banda municipal con uniformes vistosos, llenando con las notas cadenciosas de los valses el quiosco y las mañanas ansiadas de los domingos y las noches en las serenatas. ¡Qué lejanos aquellos domingos!
Los frondosos árboles llamados »truenos» ya no existían tampoco. Habían sido derrumbados, tirados al suelo, y de aquella algarabía armoniosa de cientos de gorriones que todos los años anidaban en ellos, no quedaba sino el recuerdo. Sombra de todos los años que no existía. Cuando llovía, los »truenos» defendían de la lluvia; después escurrían su llanto. Sobre ellos emergía la cúspide del quiosco con su veleta señalando hacia las montañas del norte, hasta las costas del Golfo. ¡Cuántos años han pasado desde entonces! ¡Parece que no somos los mismos! ¿Quién no ha querido al quiosco de su pueblo? Así ahora, cuando miraba derrumbarlo en esa mañana azul de diciembre (las mañanas de diciembre son muy hermosas en Teziutlán), no podía menos que echar mi pensamiento hacia atrás, dejarlo volar y posarse en aquella inexistente y enmohecida veleta de nuestro quiosco. Los recuerdos conmigo, y yo con ellos. Dentro y fuera; aquí y lejos. En mi vida misma. Profundos, vivos; cercanos…distantes…
Domingos. Las señoritas principales de la sociedad, como se decía y se sigue diciendo, se paseaban todas emperifolladas, con grandes sombreros adornados de plumas y listones. Salían de la misa mayor y se dirigían al zócalo para dar vueltas y más vueltas, luciendo sus vaporosos trajes de sedas brillantes y ruidosas: la hermosa Clementina Lavalle, Eloísa y Blandina Machorro, hijas del Jefe Político; Elena Maines, Nachita, Berta y Matilde Mayaudón; Emma Subikuski, Lolita Gómez, Concha Peredo; María del Refugio y Laurita Viñals. Las Larracilla, las Mendoza, Chana Cabada, Lupe Hidalgo; María e Isabel Lombardo; Rosita Cabañas, Elena Bello, las Ramos; Lola y Vita Guijosa. Siempre causaba admiración el paso de Lolita Bandala quien, aun cuando no era de la »sociedad», impresionaba por su porte y hermosura. Así también nos complacía contemplar a la guapa Elvira Montoto, María Velina Peredo; a las Descomps y tantas preciosas muchachas…
Por la banqueta de la Parroquia, arrastrando los pies, vemos la singular figura del doctor Ulrich, austríaco, que llegó con los Invasores y se quedó con sus huesos en Teziutlán. Barba patriarcal y potentes anteojos lo hacían un personaje ilustre ante nuestras observaciones infantiles. Pasa a continuación, también trabajosamente y ayudado con su bastón, el viejo maestro de música don Luis Blea. Nos contaban que le había gustado mucho la copa pero ahora era casi abstemio y llevaba pulcramente bombín y levita.
Daban vueltas o descansaban en las bancas del zócalo los señores grandes y distinguidos del pueblo, mexicanos y extranjeros: Luciano Cabañas, don Isidro Ramos, don Máximo García, don Joaquín Viñals, el doctor Manuel de la Fuente; don Manuel Lapuente, el doctor Cayetano Quintanilla, don Claudio Recio. Don Luis, don Vicente y don Alejandro Lombardo. Don Máximo Latorre; los Ruíz: Carlos, Ernesto y Gilberto.
Distinguimos apresuradamente, por una de las calles cercanas al zócalo, al doctor Abraham Perdomo, quien sin duda se dirige a una visita urgente. Bombín y bastón bajo el brazo le acompañan.
En una banca, sentado, está tío Chinto Calderón, que tiene la encomienda, en ausencia de Aureliano Vargas, de cuidar nada menos que el Panteón Municipal. Saludamos respetuosos a don Juan Ramírez Ramos, simpatiquísimo Recaudador de Rentas, descendiente del ilustre Nigromante. Bigotes a lo D’Artagnan y gran cabellera de artista, acompaña a la máxima autoridad del municipio, el Jefe Político don Francisco Machorro; hombre imponente con grandes bigotes y grueso bastón de Apizaco, de riguroso jaquet y sombrero alto en las ceremonias patrióticas. A su paso se descubren los paseantes y él, dentro de su gesto autoritario, sonríe satisfecho.
Enfrente, en el portal del Palacio Municipal, está sentado el alcaide de la cárcel, don Mauro Castillo, que conversa con el jefe de la policía, don Fermín, viejo indígena vestido de rural, con larga pistola guindada de la cadera derecha. Allí está también »Nochufles», un cuico que no gozaba de nuestras simpatías.
La banda de música deja oír el vals »Recuerdo», dirigida por la batuta del maestro Felipe Rodríguez, uno de los »Alma grandes» del Callejón de las Flores.
Llega hasta nosotros el grito agudo, largo, sabrosamente largo de: »¡Mantecadas de leche y huevo!…¡Nieve de leche y limón! Se trata de don José María Vera, el inolvidable nevero y el mejor pastelero que he conocido en toda mi vida.
A nuestro lado se detiene Juan Tejeda Lobato, alias »El Diablo», vestido de charro. Bufanda, chiquiadores a los lados de la frente. Sabemos que, además de ser herrero, es un extraordinario torero. Prende banderillas con la boca ¡Escalofriante acto! A hurtadillas, no dejamos de admirarlo. Estrecha la mano del Diablo, Telèmaco Cobos, otro aficionado a los toros, mejor dicho, también gran torero, que hasta entre semana viste el calañés, chaquetilla rabona y pantalón bombacho. Nunca lo vi torear, pero platicaban que era bueno para correr y saltar la barrera.
Y nos quedamos mirando la estatua del Benemérito de las Américas. Es de bronce y está vestido de frac elegante. Sostiene un libro en la mano y se apoya en un bastón. Después que supimos quién había sido Juárez y que su retrato, en gran tamaño, estaba en el salón de nuestro colegio El Liceo Teziuteco, nos complacía verlo allí, por el lado poniente del zócalo. En el pedestal está inscrita la frase »El derecho al respeto ajeno es la paz», que ahora nos parece, de tan lejana, ya olvidada.
En la esquina, rumbo a la barranca de Estocapa, a espaldas del Benemérito, donde dicen se aparece el espantoso espectro de la Llorona en noches nubladas, leemos el nombre de una pequeña tienda que dice »La Invencible», cuya dueña se prestaba a ser vencida sin muchas dificultades.
Del viejo mercado de lámina, todavía del tiempo del Jefe Machorro y costeado con dineros recogidos a un bandolerillo tristemente célebre apodado »El Licenciado Paraguas», que después de muchas fechorías cayó en las redes policíacas y murió por sus prisas de fugarse, ya no queda nada, fue desaparecido y en su lugar se levanta otro mercado, pero ahora con moderno edificio.
Aquí están dando vueltas y más vueltas, al son de un cilindro que toca »La Machicha» y »El Morrongo», los caballitos de madera de Gregorio Castañeda. Son caballitos blancos y amarillos, negros y grises con crines de cerda, tirando carritos adornados con cuerpos de cisnes. Dan vueltas y más vueltas y la música del cilindro nos aburre…
La mañana es azul y hermosa; mañana de diciembre. Golpes rudos derrumban el viejo quiosco. Yo miro desde lejos ese grupo de hombres que, con barretas y picos, parecen echar abajo aquel pasado que son mis recuerdos. Cerca está mi hijo. Él no sabe de aquellas cosas que pasaron y que, sin embargo, están aquí dentro, guardadas en mi corazón.
En el horizonte recorta el azul del cielo el inmenso cerro del Chignautla, que no ha cambiado de forma, que no podrá ser derrumbado porque, pensamos, es eterno…
Fuente: Luis Audirac Gálvez, Me dijo el viento.
Muchas Gracias por leer esta: Historia que la Niebla se llevó. Hasta la próxima.
Queremos agradecer infinitamente por permitirnos entrar y ser parte de la Memoria Histórica de nuestro vibrante y pertinaz terruño. Aún quedan muchas historias por contar y conocer.