Con ambos motes era conocida la anciana que vivía por la subida del Camposanto: »la de los dientes de tuza y pico de cotorra». Aquella que por sus negocios con las Autoridades del Otro Lado era tan buscada como un ponche caliente en uno de esos días en que la niebla no deja ver ni las propias narices. A esas actividades la habían orillado los requerimientos de los demás. Ciertamente le procuraban el sustento y hasta algunos ahorritos; pero vivía siempre temblando de miedo. La tenían »entre ojos» – ¿acaso no lo sabía?- todos aquellos que la necesitaban para sus componendas pero que con amabilidad hipócrita fingían visitarla para escudriñar los rincones. Beneficios y maleficios partían igualmente de sus manos y eran tantos, que hacían horizontes en su gran sabiduría: remendaba santos, hacía »mal de ojo», condimentaba bebedizos y enseñaba a hablar a los jilgueros y a los tzentzontles. En el transcurso de la mañana a ninguna persona le abría la puerta. Se hacía la sorda si alguien llamaba y se ocupaba exclusivamente de los pájaros. Para ellos y nada más por ellos latía el amor en sus entrañas, y esa devoción que por sus amigos tenía, iluminaba sus noches solitarias. Desde muy temprano limpiaba las jaulas y, poniendo a su alcance algunos terroncitos de azúcar destinados a premiar el milagroso don, pasaba un palito por la marimba que formaban los carrizos de la jaula y empezaba enseguida la lección. Al momento el pájaro, abriendo el piquito y esponjando el pecho, seguía el movimiento de la pequeña batuta empuñada por su dueña.-¿Dónde está la viejita? ¿Quién es mi chiquito? Pica, pajarito, pica, ¿no tengo un hijito yo? El pobre animalito hacía tales esfuerzos por reproducir estas palabras que lo amagaban síntomas de vértigo, expulsando de su cuerpo todo cuanto un pájaro puede expulsar. Después de algunas semanas de repetir infinitas veces la misma cantaleta, lograba que dos o tres, a lo más, pronunciaran con bastante claridad las disparatadas frases. Enseguida los separaba, los atendía y alimentaba de un modo diferente y esos eran sin duda los mejores discípulos. Los demás…¡bueno! ¡Que silbaran el Himno Nacional! No servían para otra cosa. En otro cuarto había instalado un taller donde fabricaba toda clase de juguetes para los »nacimientos». Las casitas de cartón formaban largas hileras y no se diga de los pastores y los borregos de cera. Pero su verdadera especialidad la constituían todos los ángeles de la Corte Celestial. Estos eran cuenta aparte. Le gustaban sonrosados y bien gordos, no como esos chiquillos prietos y entecos, con las narices llenas de mocos, que todo el santo día espiaban por las rendijas de su puerta y que, cuando se morían, todavía tenía su gente la desfachatez de llamarlos »angelitos que habían volado al cielo». No estaba segura por dónde quedaba el Cielo, pero en el suyo – el que imaginaba -estaba absolutamente convencida de que nunca serían admitidos esos roñosos. En el fondo de su corazón no había otra cosa que la necesidad que tienen los infelices de adular a los poderosos. No estaría de más »hacerles la barba» un poquito a los arcángeles y los serafines que tanta influencia tienen en las esferas celestiales, para que cuando se hallara en la hora de la hora intercedieran por ella poniendo en la balanza, como un contrapeso de sus tratos con el diablo, su buena voluntad. Suponiéndoles la misma debilidad que por la belleza tenemos los humanos, los hermoseaba, colocando bajo los arcos impecables de las cejas dos puntitos agresivos, como ojos de araña, ribeteados de enormes pestañas recortadas de las plumas que se les caían a los pájaros. Ya listos de todo a todo los sentaba sobre estacas puntiagudas de madera. Después de este atentado, es probable que a las magníficas criaturas les quedaran muy pocas ganas de inclinar la balanza a su favor, y que la única clemencia posible fuera la de los querubines, imposibilitados como están de sufrir semejante vejación. »La Casa del Camposanto» tenía un aspecto tan lúgubre como su dueña, pero allá se encaminaban todos los que tenían precisión de sus malos o buenos servicios. ¿Que le pedían un remedio para volver al redil al marido infiel? Pues ahí estaba la yerbabuena que florece una vez al año y cuyas flores prodigiosas eran vistas únicamente por los elegidos. Bastaba con ingerir la infusión preparada por ellas para que el amor volviera triunfante. En la noche de San Juan los visitantes eran más numerosos que de costumbre. La bruja casi no podía atender a tantas solicitudes. ¿Algunos deseaban ver la luz del dinero? Pues había que acompañarlos al lugar donde presumían que estaba enterrado; pero ella, nada más ella, podía ver el resplandor que en esa noche de prodigios lanzaba sus destellos. Para darse valor, las muchachas del barrio llegaban en grupo llevando, cada una, un vaso con agua bendita y un huevo. Justo al dar la primera campanada de las doce había que romperlo, dejándolo caer dentro del vaso. Al dar la última, la anciana hacía algunos signos misteriosos y enseguida interpretaba el resultado. ¿Un barco de vela? Un viaje. La chica se ponía contenta, a pesar de estar condenada a viajar como Cristóbal Colón. ¿Un velo transparente? ¡Casamiento! La niña brincaba de gusto. Pero…¿y esa tela blanca que en lugar de estar suspendida de las pequeñas burbujas de la superficie se acostaba en el fondo? ¡Desgracia! Una mortaja. La bruja ni chistaba. Bastaba con ver el signo de la Cruz hecho por sus manos para saber a qué atenerse. Todos estos trabajitos los cobraba con modestia; pero aquellos, los malditos, los por todos reprobados, le dejaban buen dinero. ¿Para qué si no había empeñado hasta la camisa el dueño del changarro de la esquina? La santera le vendió a muy alto precio los colmillos de un difunto acabado de enterrar, y he aquí que aparecieron hincados en el cuello del compadre destinado a tal mordisco. ¿Y aquella pomada carísima, vendida a los »Capuletos» para cundir de sarna a los »Montescos», que fabricó con bilis de murciélagos y sebo de niños prematuros? No hubo antídoto capaz de curarlos. Ni siquiera las oraciones porque, como es bien sabido, el Credo es caliente, la Salve, fresca, y en su confusión, ninguno de los pacientes atinaba a dar con la temperatura del remedio. La gente se hacía cruces. ¿Dónde guardaba la Bruja del Camposanto todo ese dinero que obtenía? ¿Al pie del inmenso maguey que, traído de otros lugares, resultaba tan exótico en la sierra? O desconfiando hasta del suelo, ¿lo llevaría oculto entre sus ropas? Solamente Dios, o el Malo, con quien tenía tantas conexiones, sabrían dónde estaba el escondrijo. Ninguno dudaba ni por un momento de la justicia divina, y ésta no iba a permitir que la vieja se llevara a la tumba el secreto de su guardado, pues si bien era cierto que quien más quien menos había contribuido a aumentarlo, no es menos cierto que en este mundo traidor el que no hace su luchita como Dios le da a entender, no tiene por qué quejarse si al final de cuentas…¡se lo lleva la trampa! Había que vigilar, vigilar constantemente, pues no tardaría mucho en largarse »al otro barrio». Y se largo! Se largo después de Todos Santos, durante la nevada aquella que casi alzó una cuarta del suelo, dejando a su clientela con un palmo de narices. Tres noches y tres días rascaron hasta quedarse sin uñas, y cuando la nieve se derritió e hizo más fácil su trabajo, algunos desistieron, asustados sin duda por el humo que brotaba de los agujeros abiertos en la tierra. Otros se santiguaron después de esculcar a la muerta, asegurando que habìan visto en su garganta las huellas que dejaron las garras del propio Satanás. ¡Qué horror! ¡Que Dios los asistiera! Nada habían encontrado, pero si por casualidad hubieran encontrado ese dinero tan mal habido, de ninguna manera habría pasado por sus manos, pues las de la Bruja lo habían corrompido para siempre. Haciendo caso omiso de los trámites acostumbrados la enterraron a toda carrera, envuelta en un petate, en un rincón del Camposanto. Y para que no se le fuera a ocurrir cualquier nochecita de esas hacer alguna escapatoria, barrieron la sepultura con flores de sauco, cuyas virtudes de vade retro son infalibles para ahuyentar a los malos espíritus. Ni un alma la lloró. Ningún crespón de luto agitó el viento en la puerta de su casa. Pero allá en el fondo, los pájaros gorjeaban…¿Quién es mi chiquito? ¿Dónde está la viejita?
Fuente: «Muñecos de Niebla». María Lombardo de Caso.
Muchas Gracias por leer esta Historia Que la Niebla se Llevó. Hasta la próxima