Teziutlán, finales del Siglo XIX. Grandes progresos se viven en la región: las calles estrenan por primera vez el alumbrado público, cuya planta generadora de electricidad se instaló en una antigua casa situada actualmente en la Avenida Juárez esquina con Alatriste; y el Teatro Victoria, recién erigido en 1882, cuya elegancia y estilo es copia fiel de uno similar en Francia. Las compañías de opereta y zarzuela visitaban la Perla de la Sierra y hacían las delicias de un público exigente y conocedor, ávido de espectáculos y entretenimiento en una época en que la neblina aparecía de la nada y de repente engullía a la ciudad entera, envolviéndola en un manto blanquecino y espeso donde apenas se podía distinguir a tres metros de distancia. Una niebla que cubría de silencio veredas y pueblos; casas y conciencias, apagando las voces, las risas, así como el bullicio, al igual que lo hace la pesada oscuridad de la noche. A veces duraba así por dìas, incluso semanas. Eso hacìa de la existencia algo abrumador. Se daba la impresión de que en Teziutlàn se vivìa con la calma de un ostión. El frío serrano, antártico y lacerante, provocaba entumecimiento de los miembros y dificultaba el habla. La gente caminaba por las lodosas calles, aún sin pavimentar, con la cabeza gacha, embozados, soportando lo yerto del clima. Los perros, flacos y sarnosos, deambulaban ateridos y de cuando en cuando hacìan alto para olfatear los caños con actitud famèlica en busca de mendrugos para mordisquear. En un cuadro asì, lo ùnico que quedaba por hacer era encerrarse en lo acogedor del hogar y buscar maneras para entretenerse y no sucumbir al aburrimiento. Don Fernando C. Lavalle lo sabìa muy bien desde que visitò por primera vez Teziutlàn. Se enamorò de la tranquilidad reinante y de su pintoresco clima… y tambièn de sus teziutecas. En uno de sus tantos viajes de negocios desde su natal Misantla a la Perla de la Sierra conociò a la que serìa despuès su esposa. Se vieron en misa de ocho. Fue un instante fugaz pero suficiente para sentir en el corazòn de ambos que se pertenecìan. Luego, a travès de un mozo, supo dònde vivìa y a què balcòn correspondìa su habitaciòn. Una noche de luna se decidiò a dar el paso. A caballo llegò hasta el balcòn aquèl. El relincho del animal delatò su presencia pero fue para bien. La bella se asomò, primero de manera tìmida; despuès sacò su brazo y lo estirò al màximo para recibir la misiva. Un bisbiseo y un beso robado fueron los que sellaron para siempre ese amor que culminarìa en boda tres meses despuès, con consentimiento de ambas familias. Ademàs, Don Fernando Lavalle habìa sido uno de los contribuyentes que donò generoso el dinero para mandar a construir el Teatro, por lo que era bien visto y recibido en Teziutlàn. En 1879, justo al año de casados, nacerìa Marìa, quien ocuparìa casi la totalidad del corazòn amoroso del padre. Marìa Lavalle, una niña de una belleza como no se habìa visto antes en la regiòn. Sus bucles dorados que caìan sobre sus tiernos hombros, aunado el verde de sus ojos, eran la delicia de las señoras exageradamente emperifolladas que a diario asistìan a misa y daban largos paseos por el atrio de la parroquia. El padre sentìa temor al ver estas expresiones de amor y cariño para con su hija. Provenìa de una tierra donde la brujerìa y el mal de ojo eran pan de todos los dìas. Habìa visto y oìdo cosas que, si las contaba, lo tacharìan de loco. Pero èl sabìa que eran verdad. Por eso, de manera discreta, colgaba un ojo de venado en la muñequita de su hermosa hija y se lo tapaba bien con sus mangas de encaje, para protegerla.Lo que viene a continuaciòn se antoja a leyenda, a suceso sobrenatural, pero cuentan que asì sucediò, y se deja al lector la ùltima palabra. Don Fernando C. Lavalle tenìa muchos asuntos de negocios que atender no solo en Misantla, tambièn en Papantla, Xalapa, Puebla y la Ciudad de Mèxico. Sus ausencias duraban dìas enteros. Las despedidas de su familia, sobre todo con Marìa, terminaban siempre en mar de làgrimas tanto de la pequeña como del buen padre. En una ocasiòn el Sr. Lavalle debìa partir a Xalapa de madrugada. Fue despuès de la cena de Navidad de 1886. El cochero esperaba afuera, fumando para combatir el sereno. El hombre solo le dio un beso en la frente a su hija como despedida para no despertarla sin saber que (cruel destino) no la volverìa a ver jamàs. Ya en la mañana, muy soleada por cierto, la mamà bañò y perfumò a la nena, y la engalanò con su vestidito preferido de tafetàn de seda, con bordes a mano y de color rojo. La pequeña optò por sentarse en el quicio de la puerta de su casa, abierta de par en par. Lo hizo asì para entretenerse y ver pasar a las carretas tiradas por mulas cuyos arrieros, a chiflidos y palabrotas, hacìan desfilar por las calles musgosas. En eso estaba cuando pasaron dos mujeres vestidas a la usanza indìgena de la sierra. Al ver a la niña en el umbral de la puerta exclamaron un elogio en náhuatl. Al oír esto la nana, que comprendìa perfectamente esta lengua, le dijo a Marìa que se metiera ràpido. No sin titubeos, la niña se metiò a la casa y cerrò la puerta. A los pocos minutos dijo sentirse mal. Decìa que un fuerte dolor de cabeza la aquejaba y su ojo, su ojo derecho, no paraba de llorar debido a la irritaciòn que sentìa. La acostaron en su cama por orden de la nana. La mamà y la cocinera prepararon tisanas y brebajes de yerbas solo por ellas conocidas y se las dieron a tomar. No ayudaron. Al verificar la temperatura en su frente, se dieron cuenta que la niña ardìa en fiebre. El mozo fue volando por el mèdico del pueblo. No se pudo hacer nada, pues inexplicablemente la pequeña Marìa vomitò sangre en tal cantidad, que falleciò desangrada en medio de fuertes dolores y lloriqueos. Era de no creerse. La noticia corriò como reguero de pòlvora e hizo regresar al papà de sus asuntos. Nadie imaginaba el dolor tan inmenso que el Sr. Lavalle sentìa. Teziutlàn entero acudiò al funeral, al entierro de un àngel del cielo en la tierra de los hombres. Desde lo màs profundo de su corazòn, el misanteco hizo grabar con el buril un poema espontàneo que sirviò de epitafio a la tumba de la nena: Marìa Lavalle 25 de diciembre de 1886 7 años de edad. Cruzas el mundo cual estrella errante, Y desapareces tan fugaz como ella, En un cielo del mundo tan distante, Que luchò en vano por seguir tu huella: ¿Por qué te apartas de mi pecho amante, Oh tú, que fuiste mi polar estrella?… ¡Rómpanse ya los terrenales lazos Que me impiden volar hasta tus brazos!La tumba, olvidada a perpetuidad, aùn existe. La puede hallar a la entrada del cementerio y después de subir por la escalinata de cantería, al lado derecho y junto al muro. Permanece intacta y es menester que siga asì por varias generaciones màs, para recordarnos que la juventud es efìmera, que hasta la flor màs bella se marchita y que, principalmente, la Muerte no ve diferencias entre jòvenes y viejos, reyes o esbirros…en la Muerte todos somos iguales.
Tomado de: Narración Familia Lavalle. Escrito por: Braulio Daza para Teziutlán Desconocido.
Muchas Gracias por leer esta Historia que la Niebla se Llevó
Hasta la próxima.
Fotos tomadas del Panteón Municipal.