Al negrito Jacobo rara vez se le veía por las calles de Teziutlán. Había sentado sus reales en unas piedras amontonadas cerca de un rincón del mercado, sobre las que se instalaba para vender su mercancía a los indígenas de la región.
El negocio no podía ser más productivo si se tiene en cuenta que el único capital que aportaba era la paciencia, sin la cual la quiebra habría sido irremediable. Todo lo que tenía que hacer era esperar a que le creciera el cabello y con eso se acababan sus preocupaciones económicas. El dinero entraba en sus bolsillos como en las arcas de la Tesorería en época de inflación.
Sin embargo, a veces la pasaba »pintas», a pesar de que difícilmente podía haber superproducción de cabello de negro, porque la demanda era constante y la oferta necesariamente limitada. Entonces el humor de Jacobo se ponía a tono con su piel y emigraba en espera de un crecimiento de la producción.
Pero por lo general era alegre como unas pascuas, y entre gran alharaca mostraba a sus compradores las peladas ruedas que en la cabeza le había dejado el comercio y lo que de pelo le quedaba por vender.
– Mira, aquí, tras de la oreja te cuesta dos reales. Y aquí, este de más arriba, dos y medio y cuartilla; es más caro porque cura la tisis, ¿no lo sabías? ¡Anda, no seas »agarrado»! ¿No quieres aliviar a la vieja? Con cinco pelos que le hiervas y se los des en ayunas la tienes lista para que te eche las tortillas. Es más bueno que el »yolloxochitl», más bueno que las píldoras de la botica, ataja las deposiciones y sana el corazón. ¡Aprovechen antes de que me quede calvo!
¡El rey de la propaganda! Era tan efectiva que los cotones se abrían y soltaban los centavos que guardaban, y cada quien se llevaba unos cuantos pelos en la mano con la seguridad de llevar a su casa la medicina milagrosa.
Una vez agotada la mercancía, Jacobo se eclipsaba.
¿A dónde se largaba el negro? ¿Ganaba su vida mientras tanto en alguna parte? Pero nunca lo habían visto trabajar en nada y era imposible que vendiera más cabello en otro lugar porque siempre salía totalmente trasquilado.
Las viejas, que acosadas por sus dolencias bebían a escondidas el remedio, eran las más intrigadas. ¿Y si fueran a buscarlo al mineral cercano de La Aurora? Ahí vivían un montón de gringos y, como al fin y al cabo todos eran de la misma tierra, a lo mejor había ido a recalar con ellos. Pero no; más valía esperar que le llegara la lumbre a los aparejos y aguardar que regresara. Ellas no irían a buscarlo. ¡Vaya usted a saber lo que hacían allá en ese infierno todos juntos!
Pero una vez, cuando nadie lo esperaba, apareció Jacobo más negro y más brillante que un piano. Ya no lucían sus carnes oscuras a través de los hilachos; ahora se pavoneaba dentro de unos pantalones y una camisa impecables. Ostentando un gorro ladeado sobre la cabezota rapada, subía y bajaba las calles excitado, brincándole los ojos como si le hirvieran en el traste ahumado que sostenían sus hombros.
– ¿Se te perdió algo, Jacobo?
– ¿Qué vendes ahora, Jacobo?
– ¡Estas hecho un merengue, Jacobo!
Blandiendo un papel en la mano y sin contestar a la gente que lo seguía, entró sin más ni más en el patio del mejor hotel, en la Calle Principal.
– ¿Dónde está doña Pepa?
La dueña lo atisbó desde una ventana y al ver al negro con aquella indumentaria, salió curiosa a su encuentro.
– Aquí estoy. ¿Qué quieres, Jacobo?
– Pues señora, trabajar de cocinero.
– ¿Tú? ¡Pero si no sabes guisar!
– ¿Cómo que no? Mira -Jacobo tuteaba a todo el mundo-, aquí traigo una carta de recomendación muy buena. Tomé clases de cocina americana; en los Estados Unidos se come bien.
– ¿Se come bien…? -Doña Pepa lo miró asombrada – ¿Me vas a decir que sabes cocinar nabos con miel y aguacates con salsa de ruibarbo?
Con el ceño fruncido tomó el pliego que el negro le metía por los ojos y calándose las gafas se dispuso a informarse de la susodicha carta: Jacobo sabía deshuesar pavos, trufar gansos, preparar ensaladas, condimentar dulces, aderezar tortas y budines…
¡Vaya con el negrito que ahora se las daba de cocinero!
Pero a medida que se enteraba de la interminable lista el semblante de la señora se aclaraba. ¿Cómo le habían pasado inadvertidas las habilidades de Jacobo? De haberlas sabido, sus penalidades habrían cesado. ¡Tan difícil que era hallar una buena cocinera!
– Bueno, Jacobo; ya veo que sabes muchas cosas y que ya no engatusas a los pobres indios con tu cochino pelo.
– No, doña Pepa, eso se acabó. Lo que ahora vendo es algo mejor. Ya tú misma te darás cuenta.
– Estoy dispuesta a creerte y a hacer la prueba; pero lo que no veo en esta carta es quién te recomienda.
– Pues mira bien; ahí está el nombre, ¿no lo ves?
La señora se acercó al papel hasta rozarlo con las narices y abriendo tamaños ojos, leyó la firma:
JACOBO.
– ¡Lárgate al infierno de donde saliste tan tiznado, negro apestoso, y vete a reír de la más vieja de tu casa, porque lo que es a mí, no me ves la cara!
Y dando un gran portazo, dejó a Jacobo plantado en el patio, en medio de la niebla teziuteca, meditando que es mucho más difícil tomar el pelo que venderlo.
Fuente: María Lombardo de Caso.
Teziutlán, Pue. 1922.
Imagen: Recreación
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