Tamiro Miceneo, entre los Árcades Romanos.
Segunda y última parte.
Aromático, el café era servido en delicadas tazas de porcelana, mientras los bizcochos recién horneados permanecían en charolas que reposaban en el centro de la mesa, donde ellos, Federico Escobedo y sus amigos -algunas familias teziutecas-, compartían la cena. Solían consumir las horas nocturnas en gratas tertulias en las que recordaban, unos, la infancia consumida en terruños distantes, y otros, en tanto, los días más cruentos del movimiento revolucionario, cuando temerosos se ocultaban en los sótanos de sus casas o huían a sitios de difícil acceso.
Dormía, entonces, el Chignautla abrupto con sus nueve manantiales tras la cortina de neblina que le separaba del caserío teziuteco; sin embargo, algún rincón del Santuario del Carmen o una de las casas de los amigos se convertían en pequeño mundo, en refugio de noctámbulos, en comedor para deleitar los paladares y en sala de conversaciones amenas e interminables.
Unos relataban sus travesías en galeones que parecían hundirse en la inmensidad del océano, cuando las páginas del siglo XIX cambiaban lentamente y no sospechaban las hazañas que protagonizarían en América; otros hablaban acerca de sus negocios, sus anécdotas cotidianas, sus aspiraciones, sus ilusiones; algunos se referían a sus familias, a su ayer, a su encuentro con el rostro de la historia; él, Federico Escobedo y Tinoco, a su filosofía, sus reflexiones, su obra literaria, sus poemas.
El abolengo de aquellos apellidos, los de sus amigos, contrastaba con la sencillez y grandeza de su ser. Él, Federico Escobedo, era canónigo, humanista y poeta. Estaban frente a un personaje, un hombre que escribió con sensibilidad y poseía una historia intensa.
Hijo de Leandro Escobedo y Porfiria Tinoco, Juan Federico nació el 7 de febrero de 1874 en Salvatierra, Guanajuato, y al parecer pronto tuvo un encuentro con la religión que predicaría hasta su muerte porque al siguiente día, el 8, fue bautizado. Ese acontecimiento, según sus familiares y amigos, era representativo en su vida religiosa.
Ese gran conversador, quien los cautivaba con sus poemas, había recibido en 1914, por propuesta de Joaquín Casasús, el nombramiento de miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua, la cual, por cierto, fue fundada en 1875. Como individuo de número en la Academia Mexicana, sustituyó a Rafael Delgado; pero muchos años más tarde, cuando murió, su lugar fue ocupado por José Rubén Romero.
Fue en abril de 1917 cuando pronunció su discurso de ingreso con el tema “Manzoni en México”, que le contestó José López Portillo y Rojas, convirtiéndose a partir del siguiente año, en 1918, en miembro de la Real Academia Española, en la clase de correspondiente extranjero.
Varios años antes, el 22 de mayo de 1907, la Academia de Buenas Letras y Ciencias de Roma le informó que le había concedido el título de árcade romano, bajo el seudónimo de “Tamiro Miceneo”.
Y es que su inclinación por las letras se acentuó cuando en 1885, en el anochecer del siglo XIX, el abogado, historiador, literato, periodista y sacerdote michoacano Tirso Rafael Córdoba, fundó un colegio al que el joven Escobedo y Tinoco ingresó y demostró, en poco tiempo, su profunda sensibilidad.
El religioso, quien descubrió la capacidad del muchacho, influyó de alguna manera en la disolución del noviazgo que sostenía con Amalia Toledo y lo envió a Puebla con la intención de que estudiara Humanidades en el Seminario Palafoxiano, para posteriormente, en 1889, tras renunciar a la carrera de Medicina, como tanto lo deseaba su padre, seguir su vocación sacerdotal en el Colegio Noviciado de San Simón, en Michoacán, y más tarde, en España, cursar Filosofía.
Acompañado de su hermana María, quien dedicó los años de su existencia al cuidado del latinista y presbítero, al grado que murió célibe, Federico Escobedo evocaba el idealismo de su padre, quien varias ocasiones renunció, en el estado de Guanajuato, a sus cargos públicos por oponerse a las medidas políticas contra religiosos.
Relataba, igualmente, que uno de sus hermanos, Vicente, había sido revolucionario, y que otros dos de ellos, Luis y Julia, murieron a causa del vómito que les provocó una epidemia en Veracruz; a Luz, en tanto, le escribió y dedicó un poema, “La última ilusión”, quien le pidió lo compusiera con melancolía para recitarlo con tal sentimiento, y fue en una de aquellas tertulias, ya en Teziutlán, en la sierra del norte de Puebla, cuando él leyó los versos a sus amigos, los cuales quedaron totalmente conmovidos al escuchar cada línea:
Estas tardes de otoño nebulosas y frías
¡qué bien se compadecen con las tristezas mías!
¡Penetrad en mi alma, rachas de helado viento!,
más frío que vosotras el corazón yo siento.
La niebla que me envuelve como flotante gasa,
semeja una paloma que en raudo vuelo pasa,
aquí y allá, dejando sólo blancos vellones,
¡imagen de mis muchas frustradas ilusiones!
Pero hay algo más triste que me causa congojas,
contemplar la caída de las últimas hojas,
de las últimas hojas que desplomadas ruedan
del árbol y sin vida sobre la tierra quedan.
En esas pobres hojas, tristes y desgajadas,
mis rotas ilusiones yo miro retratadas…
La última que en el árbol quedaba de mi vida,
no pudo libertarse de la fatal caída.
¡Necia de mí!, pensaba que por ser la postrera,
sería su existencia más firme y duradera.
Pero fue vano ensueño… ¡cayó del corazón,
como la hoja del árbol, mi postrera ilusión!
De entonces, está mi alma tiritando de frío,
y gravita sobre ella de la tumba el vacío…
Y cuando de hojas secas miro acaso un montón,
clamo con amargura, “¡tal es mi corazón!”
Fue en Puebla donde probó la satisfacción de su esfuerzo, ya que en esa ciudad mexicana le publicaron sus primeros tres libros; pero también, en ese lugar, cuando se diluían los minutos de 1914, se hizo cargo provisionalmente del arzobispado, enfrentándose no pocas veces a grupos revolucionarios para proteger al clero. Enfrentó, incluso, a su hermano Vicente, que ya entonces pertenecía a las tropas rebeldes.
De 1921 a 1925 moró en el Santuario de Nuestra Señora del Carmen, donde convivió con las familias de Teziutlán, a las que dejó la huella de su ser, su grandeza y su historia. Y si en Teziutlán participó en inolvidables tertulias nocturnas y en paseos campestres, también fue allí, en la Perla Serrana, donde casó a muchas parejas de enamorados y escribió sus más sentidas obras.
Conservaba, igual que se guarda el más preciado de los tesoros, correspondencia de personajes como Amado Nervo, Rubén Darío y Ricardo León, la cual mostraba a sus amigos más preciados durante las noches de reuniones.
La Negociación Impresora de Teziutlán le imprimió, en 1923, su obra “Rapsodias bíblicas, horacianas y soledades canoras”, cuyo prólogo escribió Antonio Caso, entonces rector de la Universidad Nacional.
Y aunque en 1927 fue capturado por los perseguidores católicos y trasladado hasta la Ciudad de México, donde lo recluyeron en una guarnición, logró sobrevivir y regresar a Puebla, y allí, en Teziutlán, enfrentó la prueba de la pobreza, al grado, incluso, que un día su amigo Luis Audirac Gálvez le sugirió que compusiera un poema a Samuel Vega, propietario de juegos infantiles que instaló con motivo de una fiesta local.
Una vez que el latinista concluyó el verso, Luis Audirac lo publicó en el periódico “El Regional”, que dirigía en esa época, mientras Samuel Vega, quien entonces era empresario próspero, se sintió halagado y mandó al religioso la cantidad de cien pesos en Aztecas de oro.
Sí, en 1940 la Academia Colombiana de la Lengua lo nombró miembro correspondiente, el 13 de noviembre de 1949, tras una severa enfermedad, Federico Escobedo y Tinoco conoció el rostro de la muerte; sin embargo, quienes fueron testigos de su grandeza, conservaron en la memoria su imagen y quizá alguno de sus poemas, como el que intituló “Sero a me flagitas rosas”:
Tarde… muy tarde llegaste, niña,
cuando ya flores no hay en mi huerto,
ni verdes gramas en mi campiña…
¡Ay!, el invierno ya garapiña
con nívea escarcha mi rostro yerto.
Tarde has pensado tejer un nido,
cuando no hay hojas en mi arboleda,
con qué te forme lecho mullido.
¡Todas las hojas ya se han caído!
¡Ni leve sombra del árbol queda!
Por tanto, niña, vuelve tus ojos
a otras praderas, busca otro huerto
de donde saques ricos despojos…
Yo sólo puedo brindarte abrojos,
porque mis flores… ¡todas han muerto!
Tal vez, nadie lo sabe, los rumores del viento llevan hasta los oídos las palabras de Antonio Caso, quien se refirió a cierta parte de la obra de Federico Escobedo y Tinoco, en el sentido de que “terminan las Horacianas con otro soneto tan propio, tan castizo, tan inspirado, que vale más no hablar de él, sino apreciarlo en su genuina belleza, porque más que literaria expresión de un estado anímico, diríase la complicidad perfecta del rostro de una mujer con la niebla del ambiente de la sierra poblana y el alma sutil de un contemplativo que, con el mayor desinterés del arte, pondera la belleza de las notas que le nacen del alma, con la misma naturalidad con que la poética neblina enreda sus chales en las ásperas breñas del monte o los irisa milagrosamente en un rayo de sol…”
Y tras cautivante canto, porque eso es la lengua -música, poema-, aparecen los versos del latinista:
“Amo la niebla porque en torno gira
del techo que en sus muros te aprisiona,
y así las gracias mil de tu persona
hurta al ojo profano que te mira.
Amo la niebla, porque en vaga espira,
transparente, sutil y juguetona,
prende en tus sienes nítida corona
y te envuelve en un manto de chaquira.
Amo la niebla, porque en ella miro
de nuestro casto amor la mano impresa
y de nuestra alma el incesante giro.
Y la amo, sobre todo, porque apresa,
para llevarlo a ti, dulce suspiro
con que mi ausente corazón te besa.
De mis oscuras soledades vengo
y tornaré a mis tristes soledades.
Fuente: Luis Audirac. Me dijo el viento. 1949.
Fotos: Colección Privada.
Muchas Gracias por leer esta Historia que la Niebla se llevó.
Muchas gracias a todos por su apoyo en este gran proyecto llamado: Teziutlán Desconocido. Gracias a ustedes seguiremos indagando más de nuestra Historia.