¡Agàrrense que ahì viene la rabia!
¡Chùn! ¡Chùn! ¡Chùnfarafafa, chùnfarafafa!
¡La rabia! Como alimañas atrapadas nos brincaba todo cuanto tenìamos dentro del cuerpo al estallar bajo nuestros balcones los estornudos metàlicos que, acompañados de grandes alaridos arrojados por la cauda de chiquillos que la seguìa repartiendo los programas, lanzaba la banda de mùsica, a la cual habìa bautizado mi hermano mayor con ese nombre (La Rabia).
A la gente grande acaso la dejara indiferente esa murga que recorrìa las calles – sin la cual difìcilmente se sabìa si habrìa o no funciòn -; pero a los niños nos producìa un entusiasmo tal, que no podìamos tenernos quietos en las sillas que rodeaban la gran mesa del comedor.
-¿Vamos al Teatro? -.Hoy no, hasta el domingo.
Siempre la misma pregunta y siempre la misma respuesta. Pero eso sì, el domingo nos despachaban muy peripuestos casi al terminar la comida del mediodìa:
-En lo que llegan dan las tres, y en lo que se acomodan dan las cuatro.
El optimismo de mi madre con relaciòn al tiempo fue siempre para mì motivo de admiraciòn. »Sì, pero temprano», esa era la consabida frase. ¡Temprano! Ya lo creo que llegàbamos temprano. ¡Al alba! Bueno, èsto es quizà un poco exagerado; pero lo cierto es que nunca nadie nos tomò la delantera. En diez minutos estàbamos frente a la puerta, pero en el pòrtico, donde se vendìan los pasteles de don Josè Marìa Vera, perdìamos otros tantos. Con las manos llenas de estas golosinas maravillosas y completamente a oscuras, nos instalàbamos dando tropezones en las plateas nùmeros diez y once. Esta ùltima, a la que no tenìamos derecho en absoluto, pertenecìa al juez de teatro. La màxima autoridad era un viejito que al llegar ocupaba con la mayor modestia la ùnica silla que misericordiosamente le dejàbamos libre, y por lo general se iba al poco rato, quedàndonos entonces a nuestras anchas, porque siempre èramos màs de la cuenta.
Mientras tragaba en un bostezo toda la negrura de la sala, recorrìa con la vista su estructura la cual, allà en el infinito, remataba en la galerìa, en donde las ventilas mal cerradas refulgìan como brillantes estrellas.
-¡Ahì estàn ya los mùsicos!
¡El milagro de la luz! Me frotaba los ojos…se me escurrìan las làgrimas…¿La oscuridad otra vez? Sì, pero ahora recibida con grandes aplausos: comenzaba la funciòn de cine.
Sobre la pantalla de manta no muy restirada oscilaban los cowboys, los infames pieles rojas que se comìan crudos a los niños, la ingenua y joven madre que al final de cuentas era salvada del tormento a la que estaba sometida por el apuesto sheriff, que con una pistola de la que salìan cientos de tiros a la vez, mataba a toda una tribu de malhechores cuyo mayor pecado era defender un pedazo de su tierra, indispensable al engrandecimiento de los Estados Unidos.
Atiborrados de dulces, sudorosos por la emociòn y con las manos hinchadas de tanto aplaudir, salìamos del »palacio encantado», donde habìamos gozado y sufrido al parejo de las convulsas figuras que habìan desfilado por la pantalla.
-¡Volveremos el pròximo domingo!
Muchos…innumerables domingos pasaron sin que volviera al Teatro, y estos primeros recuerdos se nublaron un poco en mi memoria. Cuando algunos años despuès regresè a mi ciudad a pasar las vacaciones, volvì a sentir la misma emociòn de cuando era niña; pero ahora habìa grandes novedades: ¡Variedad, ademàs de cine! Esta consistìa en una sorpresa que nos dejarìa pasmados, segùn anunciaba el empresario.
Durante el intermedio oìa los comentarios de mis amigas acerca de esta gran sorpresa de la que, por supuesto, ya estaban enteradas: »El Ruiseñor Mexicano».
-¿No lo conocen? Dicen que es una notabilidad.
-Creo que es de Zacapoaxtla.
-No; oì decir que es de Jalacingo.
-¿Y eso què, tù? Aunque sea »zorrillo» de Jalacingo, algo ha de valer.
El anunciador hizo el elogio del gran cantante y enseguida èste se presentò en el escenario enredàndose los pies con un enorme impermeable que lo cubrìa completamente. Una rosa encarnada en la solapa y una sonrisa de satisfacciòn en su »pico de oro». Colocò napoleònicamente la mano izquierda sobre su corazòn y extendiò el brazo derecho con gallardìa, esperò la entrada del director de orquesta:
-Sobre las olas del maar…ningùn ave se atreve a cantaaar…là, lara la; là, lara la; là, lara laaa…
-¿Còmo? ¿Què dice?
-¡Es que se le olvidò la letra!
-¡Què bàrbaro! ¿Y ahora què hacemos?
-Nosotras nada. ¡Allà èl! Para què se mete en camisa de once varas.
Las once varas del impermeable y las del canto lo tenìan en un apuro espantoso.
-Là, rili raa, li ri laa, li ri laa…
El director, compadecido, hizo un ùltimo calderòn, poniendo fin a la tortura del ruiseñor y del pùblico.
-¡Hoy sì va a estar bueno!
Contentìsimas llegàbamos mis hermanas y yo a presenciar los prodigios que nos harìa ver el gran transformista que habìa hecho acudir a todo el mundo.
Desde luego, ahora tenìamos lunetas numeradas que ocupàbamos con toda seriedad, y de ninguna manera permitìamos que nos endilgaran a los hermanitos, quienes constantemente hacìan viajes al fondo del pasillo.
Sin parpadear siquiera, seguìamos con el mayor interès, el cambio de voces, la sùbita apariciòn en el sitio menos esperado, las idas y venidas; pasmadas ante semejante portento.
De pronto se apagò la luz. Un cìrculo luminoso se proyectò en medio del escenario, iluminando a una figura alada vestida de blanco como un hada madrina. Tan pronto se tornaba azul o color de rosa, como reaparecìa en su nìtida blancura. Unos caireles largos y màs rubios que la miel se encogìan y estiraban alrededor de la cara, azotàndola a cada movimiento obligado por el baile.
-»Las lindas mariposas del amor…que estàn enamoradas de la luz».
Tan gruesa como la del tololoche que la acompañaba era la voz que emitìa la garganta de la mariposa, subiendo y bajando al parejo de la »nuez» que la adornaba y…la rechifla que se armò entonces me estremeciò de miedo:
-¡Vàmonos, vàmonos pronto!
Alguien arrojò una naranja a la cabeza del »mariposo», otros lo siguieron y al poco rato el escenario quedò convertido en un patio en el cual se hubieran quebrado varias piñatas.
Alicaìdo y con la peluca en la mano que en un acto desesperado por desagraviar al pùblico se habìa arrancado de la testa, el pobre transformista echaba el cardillo de su alevosa calva al inclinarse humildemente como un cordero dispuesto al sacrificio.
-¡Fuera, fuera!
No supe en què acabò todo aquello pero de lo que sì estoy segura es de que el buen señor se llevò una muestra de la virilidad de mi pueblo.
No siempre tenìamos tan mala suerte. Algunas veces el empresario contrataba alguna compañìa de actores, llevando a escena »piezas fuertes», como orgullosamente las llamaba en los programas. Las piezas fuertes casi siempre eran de los hermanos Quintero.
¿Y quièn no sufrìa la gran influencia? Nosotros mismos, los Lombardo, representamos durante una de nuestras vacaciones junto con algunos amigos, »La Rima Eterna».
El conocido dinamismo del mayor de nosotros se puso en juego moviendo al grupo que habìamos formado, y con gran entusiasmo empezamos a ensayar la mentada comedia.
En el reparto me tocò el papel principal de la obra: »La Ensoñadora», una muchachita campesina que quièn sabe por què razòn misteriosa sabìa al dedillo los versos de Bècquer, recitàndolos a propòsito del todo, con verdadera obsesiòn.
Los demàs papeles los repartieron como mejor les convino, y he aquì que de pronto me veo convertida en una Sarah Bernhardt, feliz como un perro callejero que recibe un pedazo de pan, tan grande era el agradecimiento porque me hubieran tomado en cuenta. Pero a medida que pasaba el tiempo y se acercaba el gran dìa, la esperanza y la desconfianza se atropellaban dentro de mì. ¿Lo harìa bien? ¡Claro que lo harìa bien! No en vano habìa estudiado mi papel cien veces frente al espejo, pero tambièn podìa suceder que me equivocara, y entonces…
Llegò por fin el dìa de la representaciòn. Todos estàbamos atareadìsimos arreglando el escenario y un sin fin de cosas que aùn faltaban por hacer. Tenìa que estar todo bien presentado. El miedo a las »tijeras» bien afiladas de las amigas que no habìan tomado parte en nuestra »compañìa», hizo que pusièramos todos especial empeño.
Desde muy temprano llegamos al Teatro. Apiladas en una covacha que hacìa las veces del camerino de mujeres, nos vestìan y embadurnaban dos señoras que gozaban fama de tener gran experiencia en esos menesteres. Una de ellas me agarrò por su cuenta y cuando salì de sus garras no me reconocì en el espejo. Tan gruesa era la capa de albayalde que me cubrìa la cara que me fue imposible hacer el menor gesto.
-¿Listos? ¿Estàn todos listos?
Dios mìo, ¿què iba a pasar? ¡Estaba hecha un mamarracho! Todo el mundo se reirìa de mì. Un miedo intenso, de pesadilla, me paralizò las piernas.
Alguien me empujò hacia el escenario.
-¿Què te pasa, niña? Ya te toca salir. ¡No te quedes ahì plantada!
Habìa llegado el momento, no habìa màs remedio. Como una sonàmbula me deslicè en las tablas. Nada oìa. Nada veìa. Lo ùnico que pude columbrar entre aquella espesura fueron unas manos que me hacìan señas desesperadas bajo una concha iluminada por dos velas. Haciendo un esfuerzo conseguì abrir los labios…tric, trac…sentì que la pintura se cuarteaba alrededor de mi boca, y algo frìo me corriò por la espalda. Con asombro me di cuenta de que estaba hablando, pero el sonido de mi propia voz no me llegò a la conciencia. Poco a poco se fueron amortiguando los golpes de martillo que atormentaban mis oìdos, pudiendo al fin percibir, como si se escaparan de un barril, algunas palabras:
»Mientras sintamos que se alegra el alma
sin que los labios rìan;
Mientras se llore sin que el llanto acuda
a nublar la pupila;
Mientras el corazòn…»
Mi pobre corazòn estallaba como granada madura cuando me encontrè de nuevo entre las bambalinas.
-¡Què barbaridad! ¿Por què no te movìas? ¡Parecìas un »tancredo»! Pero en fin, ya nos saliò bien el primer acto que es el màs difìcil.
-¡Vengan! Tenemos que salir todos a dar las gracias.
-¡Que suban el telòn!
-¡Charray! ¿Dònde està Charray?
En medio del alboroto Charray, el telonero, apareciò encaramado allà en el techo, colgado de la tela que subìa el telòn. Se dejò venir dando tumbos desde las alturas hasta dar con sus huesos en el suelo, donde rebotò como una pelota. Enseguida, dando vueltas sobre sì mismo, rodò hasta quedar estratègicamente situado frente a una botella de aguardiente, se apoderò de ella e, ipso facto, la vaciò de un solo trago.
La representaciòn siguiò. Me sentìa como una pequeña estrella dentro de una gran nebulosa. Giraba alrededor de algo desconocido sin saber por què. Estaba tan distante de los astros rutilantes, de la pareja de enamorados que, aùn fuera de la escena, seguìa sufriendo los efectos de la atracciòn universal.
¡Allà ellos! ¡Allà todos! ¿Què me importaba nada si yo habìa quedado como toda mi cara?
Cuando al terminar la funciòn, amigos y parientes nos rodearon en el escenario, un chaparròn de flores y de elogios se desatò como lluvia de primavera. Para mì no era, de eso estaba segura. Me apartè del grupo y me refugiè en la oscuridad como un tìtere descompuesto al que todos olvidan.
Cuando regresamos a la cas, donde nos tenìan preparada una rica merienda, la embriaguez del triunfo sacudiò a todos. Se recitaron trozos de la comedia entre bocado y bocado de lo que habìa en la mesa; se ensalzaba tal o cual pasaje, se comentaba esto y aquello, y el cascabeleo de las risas lo devolviò en un eco el monte cercano a nuestra casa.
-¿Adònde vas? ¿Por què estàs tan triste? ¡Pobrecita! ¡Parecìas una muerta!
¡Una muerta! ¿Ese era el ùnico encomio que merecìa? Bueno, despuès de todo puede que tuvieran razòn.
Y ese sarampiòn histriònico que sufrì en la adolescencia me salvò de la tentaciòn que casi todo ser humano siente alguna vez por las tablas.
Muchas veces he visitado mi Teziutlàn, pero nunca habìa vuelto al Teatro. Algo me rechazaba. Tal vez el desinfectante americano que exhalaba desde la entrada, o quizà el temor a sentirlo ajeno a mi recuerdo.
Hace pocos años, una tarde, decidì ir con algunos parientes. Desde el primer momento me di cuenta del cambio que habìa sufrido. Una acomodadora bonita y bien vestida, dibujò con su làmpara sorda una fila de lunas sobre las butacas que debìamos ocupar.
¿Dònde estaban aquellos sillones duros, cuyos brazos le astillaban a uno los propios?
– Chocolates, chicles, pastillas de goma…
¿Y aquellos pasteles fantàsticos rellenos de manjar sobre los que volaban nubes de abejas?
Còmodamente instalada miraba sin ver la pelìcula que se estaba exhibiendo. Solo espectros llenaban mi atenciòn, como jirones de niebla que, al acercarse, desaparecen.
-Perdone usted, no se permite fumar.
Malhumorada apaguè el cigarro, esperando con impaciencia a que terminara la proyecciòn.
Cuando salimos, poco despuès, instintivamente cuidè de no tropezar en el empedrado. ¡Oh, tristeza! Zapatos de concreto calzaban la calle pero arriba, como en la galerìa de mi Teatro, brillaban las estrellas.
Fuente: María Lombardo de Caso, Muñecos de Niebla.
Fotografías: Colección personal.
Muchas gracias por leer esta: Historia que La Niebla se llevó. Hasta la próxima. Agradecemos infinitamente a quienes apoyan este proyecto. Comparte la historia, para que más gente conozca el Teziutlán que se fue.