La presente historia tiene su origen en Guanajuato, sin embargo una versión de esta misma se desarrolló en lo que fuera la Villa de Tlatlauquitepec, evangelizada esta región por los frailes franciscanos provenientes de Tlaxcala; llegando a Tlatlauquitepec en 1526. Sin embargo, la narración se empieza a conocer desde el siglo XVIII, a casi un siglo de la conocida en Guanajuato. Por lo que se presume, fueron los mismos religiosos provenientes de regiones cercanas, o que hayan pasado por Guanajuato, que trajeron esta leyenda a nuestra región. Cabe decir que esta narración, además de ser adaptada a Tlatlauquitepec, desaparece del círculo de leyendas y costumbres de la población, casi tres décadas después de entrado el Siglo XX. ¿Por qué? Creemos que al no ser una leyenda local, mucha gente oriunda decidió ignorarla y sepultarla como un hecho ficticio curioso. Tal vez, algún habitante de Tlatlauquitepec nos pueda comentar al respecto.
Sin más damos a conocer esta leyenda, que aquí se conoció como: El Encanto de la Doncella del Cerro.
Hace varios siglos, en los principios de la época colonial en la Nueva España, existía un modesto hogar de campesinos en una pequeña planicie, casi perdida entre el muro de montañas que rodeaban a la recién nacida Villa de Tlatlauhquitepec. Estaba integrada a la familia, además de los padres, por un joven como de diez y ocho años y una niña de nueve. El padre se dedicaba a la alfarería, auxiliado por su mujer y la pequeña, y por su parte, el joven se ocupaba del pastoreo, llevando a las ovejas y cabras –propiedad de ellos, que con mucho esfuerzo y sacrificio habían comprado- a apacentar, ya al pie de los montes, o bien a las partes elevadas y planas de aquellos, donde crecía en abundancia la hierba. Nuestro pastor, de nombre Lorenzo, no obstante su rusticidad, era sensible a la belleza, y se extasiaba en la contemplación de los paisajes que la aurora pintaba con sus dedos de rosa, y en el mar de oro licuado de los crepúsculos sobre La Gran Peña (más tarde llamado Cerro Cabezón); o creía adivinar cantos misteriosos que el viento le llevaba desde la espesura, a la hora del Ángelus. Su alma saturada de la polifonía de la naturaleza, cuyos arpegios unas veces eran suaves y dulces en las gargantas de las aves, y otras sonidos horrísonos en las tormentas que él trataba de expresar en modulaciones y ritmos con una flauta de caña, que con mano maestra había construido, sentado en algún pequeño montículo, desde donde vigilaba a su ganado. Y de ese modo dejaba transcurrir las horas, casi inmóvil y ensimismado en el encanto del lugar, hasta la hora del atardecer, en que volvía con paso tardo, dirigiendo a sus animales hasta la cabaña. Una de tantas veces a su regreso creyó oír una voz que partía detrás de una roca hacia un lado del sendero. Se detuvo deleitado para localizarla; pero casi instantáneamente cesó de escucharla. Atribuyó aquello a alguno de los mil ruidos que se oyen en la montaña y continuó su camino. Así pasaron varias semanas, y ya casi había olvidado aquel suceso, cuando nuevamente en el mismo sitio que la vez anterior, volvió a oír la voz, tan tierna como el canto de un ruiseñor, pero esta vez como si fuese un lamento. Se paró, puso atento el oído, y entonces escucho claramente una voz que le decía: “¡Sálvame!” Acto continuo corrió hacia el sitio de donde había salido la voz, mas todo estaba solitario y únicamente el viento peinaba los pinos, casahuates y breñales. Creyó estar sufriendo una alucinación, originada por la conseja que escuchó a un grupo de viejos, quienes cierta vez al pasar por esos lugares oyeron la voz de una virgen encantada que pedía auxilio. Satisfecho con esa explicación, que él mismo se dio, se incorporó a sus ovejas, sin embargo, un raro desasosiego había quedado grabado en su conciencia.
Al día siguiente y a la misma hora, Lorenzo volvió hacia el aprisco, indiferente a lo que le había ocurrido el día anterior; mas al pasar por el mismo sitio, la misma voz lo detuvo: “¡Lorenzo, sálvame!”
Veloz se dirigió al lugar, escondido entre una rendija en las piedras, y vio a una hermosísima joven, con el pelo negro suelto y la mirada suplicante, que le extendió los brazos, rogándole: “El brujo que me custodia se ha ausentado por unos momentos, llévame hasta la parroquia del pueblo, en donde al llegar, quedará conjurado el hechizo”.
Lorenzo estaba como petrificado ante aquella cautivante belleza, como si estuviera viviendo un sueño. Y la joven, adivinando lo que le pasaba al pastor, volvió a repetirle con voz insinuante: “No pierdas el tiempo, joven intrépido, llévame contigo, y a cambio de ello te entregaré el tesoro que existe entre estos montes”. Pero debes saber una cosa muy importante, por más que escuches que te detengas, por más insultos y palabras inpronunciables oigas, no debes voltear a verme. No debes hacerlo Lorenzo, ahora, sácame de aquí, de prisa por favor.
El joven pastor, en esta ocasión, no resistió la súplica, volvió hacia la joven, la cargó en su espalda, y con un vigor y una rapidez de que no se creía capaz, comenzó a bajar por los vericuetos espinados y peligrosos. Durante el trayecto, agregó la joven: “Recuerda, no vuelvas el rostro por ningún motivo, a pesar de que sientas que te persiguen, no temas la voces que te amenazan, no te detengas a sus retos, a sus imprecaciones, y corre sin descanso hasta la parroquia”.
A poco, a su espalda, escuchó voces imperativas que lo querían obligar a detenerse, y amenazas de muerte. «¡Detente!» «¡Detente!» «¡Deja lo que llevas ahí!» Pero la voz acariciante de la joven lo animaba sin cesar a seguir adelante. Y él, fascinado con su belleza, no prestaba oídos al coro infernal. Con cada paso que daba descendiendo el cerro, Lorenzo sentía que la joven a su espalda era cada vez más pesada.
Ya llevaba gran trecho caminando y las fuerzas lo abandonaban, la joven ahora era tan pesada como 4 de sus mejores borregos, pero continúo avanzando. -«No te detengas Lorenzo, pasando el arroyo que divide al cerro, podrás descansar, pero no me sueltes y no voltees. Ya le faltaban unos metros para cruzar el arroyo mencionado, cuando de repente sintió que algo le tocaba por la espalda, e imprudentemente volvió el rostro hacia atrás. Al punto su preciosa carga se transformó en una monstruosa serpiente que huyó por entre las grietas de las rocas. El pastor, al principio sorprendido, no supo qué actitud tomar, mas en cuanto se repuso corrió hacia la cueva por donde había creído verla. Llegó hasta el lugar y buscó ansioso, pero ningún rastro revelaba la presencia del animal. Atónito y profundamente decepcionado de haber perdido a su bellísima virgen, a causa de su imprudencia, se quedó inmóvil; empero de esa actitud lo sacó un ruido espantoso que se produjo a su alrededor, y una especie de terremoto comenzó a sacudir las rocas que se fueron agitando a su vista, a manera de colosal mausoleo, donde había quedado sepultada su bien amada. Desde el interior se pudo escuchar con voz estridente: «¡Tonto!» casi me liberas, ¡sólo tenías que cruzar el arroyo! -¡Maldito seas! -¡Maldito!
Se sabe que Lorenzo regresó con su familia, días después de lo ocurrido, su salud empeoró, contaba la historia una y otra vez. Días más tarde sucumbiría a las fiebres que tanto lo atormentaron. Muchos hablaron de esta historia como una advertencia a quién se aventurara en los «Encantos» del Cerro de Tlatlauquitepec.
Referencia: Salvador Ponce de León, “La Bufa y el Pastor”, en: José Rogelio Álvarez, Selección, introducción y notas onomásticas, Leyendas mexicanas, Volumen II, España, Editorial Everest, pp. 413-415.
Fotos: Cerro Cabezón y Parroquia. – Vista Panorámica de Tlatlauquitepec. Mediateca INAH/Fototeca Nacional.
Muchas gracias por leer esta Historia que la Niebla se llevó, hasta la próxima.