Año de 1914.
No eran tiempos de paz para Teziutlán. La plaza de Teziutlán permanecía sitiada hacía varios meses y no daba trazas de caer en poder de las fuerzas revolucionarias que la asediaban.
Su situación topográfica ayudaba para la defensa: barrancas en todos sus alrededores y solamente por el lado de la estación ferroviaria se resentía el punto débil. Por ese lugar se habían registrado fuertes ataques de los rebeldes y varios jefes federales resultaron heridos con numerosas bajas…pero la plaza se sostenía inexpugnable.
¡Viva Carranza! ¡Viva Carranza! ¡Mueran los pelones!
Eran los gritos de los indios rebeldes que se escuchaban en las noches serenas al pie de las estribaciones del Cerro del Chignautla, por el rumbo de Ahuateno y por Xoloco.
La ciudad, que al principio estaba defendida por fuerzas del Estado, integrantes del Batallón Zaragoza, al que no recuerdo por qué llamaban »los pambazos», al mando del Coronel Guevara, fue reforzada por grueso de tropas de línea, provistas de varias piezas de artillería, con instrucciones de defender la plaza y con todas las responsabilidades consiguientes.
De esta manera, los meses transcurrían cada vez más angustiosos para los infelices habitantes que no podían abandonarla. El sitio era sostenido por los revolucionarios, quienes atacaban regularmente por las noches y madrugadas, con todos los deseos de hacerse dueños de la población. Sabían su importancia comercial y la existencia de fuertes capitales en manos de extranjeros y nativos.
El asedio fue prolongándose indefinidamente sin que los revolucionarios obtuvieran ventajas de ninguna naturaleza, mientras las fuerzas federales huertistas, sin grandes desvelos, retenían la plaza en su poder.
Constantes silbidos de balas, tableteo de las ametralladoras, heridos que eran conducidos al hospital, o muertos al cementerio. Vecinos desafortunados que eran vìctimas de balas perdidas. Escenas que, con su espanto y todo, fueron hacièndose familiares para los habitantes teziutecos.
Fue la noche del 29 de julio de 1914.
La ciudad había sido abandonada por los huertistas; los revolucionarios quedaban sus dueños. Podìan tomarla cuando quisieran y como quisieran.
Escapándonos de la vigilancia de nuestros padres, dos hermanos míos, un amigo y yo corrimos a la calle. Grande fue nuestra impresión ante la soledad y el silencio. Teziutlàn parecía un barco fantasma. En el Pórtico de la Parroquia encontramos, llenos de pasmo, buen número de cajas que contenían parque para máuser; en el portal del Palacio Municipal había otras cajas más, unas llenas del codiciado parque, algunas vacías y otras con dos o tres docenas de cartuchos. Recorrimos el Mercado, el Zócalo, los lugares principales; a nadie encontramos. Daba las tres de la mañana el cansado reloj parroquial cuando, conmovidos de curiosidad, miedosos de silencio volvimos, presurosos, al hogar.
Al despuntar el día, la ciudad despertó sobresaltada. Las gentes formaron grupos por doquier. En todos los semblantes había zozobra ante la inminencia de lo temido e inevitable. Muchos vecinos buscaron refugio precipitadamente, ya porque habían sido participantes, o sentían simpatía por las huestes que sostuvieron la plaza sitiada, o simplemente porque contaban con dinero guardado y daban por hecho que serían llamados para entregarlo a las tropas triunfadoras. Para colmo, circulaban rumores existentes de que la plaza sería saqueada y no faltaba quien dijera que serían incendiados los principales edificios.
La población entera, profundamente consternada, suspendida como de un hilo fatal, esperaba la entrada de las fuerzas revolucionarias.
De pronto, rompiendo el sol de la mañana, se dejaron escuchar las trompetas de la caballería. La marcha dragona llenó de marcialidades el ambiente. Y entonces, por la calle principal empezaron a entrar esos soldados con sus jefes y oficiales, vistiendo las más pintorescas indumentarias. Buen número lucían flamantes uniformes de campaña pero, en su mayoría, llevaban sombreros, arriscada el ala delantera y adornada de banderines tricolores que, también muchos, llevaban en el pecho.
La mirada de aquellos hombres que entraban triunfantes a Teziutlàn, después de tanto esperar ese momento anhelado, era muy especial. En su mayor parte se advertía el deseo contenido, ahora resuelto, por apoderarse de todo lo antes vislumbrado en la apetencia de la necesidad y el capricho. La ciudad inerme se entregaba sin protocolos; sin avisos siquiera de cortesía. Allí estaba para que dispusieran de ella a su antojo.
Hombres desarrapados, sucios, de risas burlonas tras las barbas crecidas; montaban caballejos sin silla, peludos, flacos, y otros entrados en carnes, pero que se adivinaban tomados de la llanada o de sus escondites en los macheros, y hacían contraste con hombres muy bien vestidos, en caballos briosos de buena alzada.
Al frente de la caballería vimos la figura del jefe que había organizado las fuerzas atacantes y tomaba la ciudad aquella mañana esplendorosa de sol y llena de la congoja de sus habitantes. Montaba un hermoso caballo retinto. Era hombre de gran estatura, con un sombrero de singular estilo: alas anchas hacia abajo y copa plana, de cono truncado. Llamaba la atención su largo cabello, en forma de melena que le caìa sobre los hombros; tez morena, ojos de gran viveza y ligeramente oblicuos, boca grande, labios gruesos y escaso bigote. Se apreciaba en èl al hombre del campo. Cabalgaba sereno, casi majestuoso. A su lado iban otros generales y jefes revolucionarios.
Fue un hombre entero. Teziutlàn debe recordar con gratitud la buena voluntad y resoluciòn de este hombre; la salvó de muchas tropelías cuando se hizo cargo de la plaza al triunfo de la Revolución. Quiso a mi pueblo con mucho cariño y allí se caso con una distinguida teziuteca. Èl era oriundo de Coahuila. Su singular figura, con el aspecto que le daba aquella larga cabellera, crecía con el sombrero de alas hacia abajo y copa truncada. Mientras otros jefes a su mando vociferaban y ordenaban a gritos, èl disponìa sus cosas en forma apacible, frecuentemente con demostraciones de afecto.
Su memoria me mueve a escribir estas torpes lìneas que pretenden ser observaciones personales pero, sobre todo, mi inacabable admiraciòn por èl.
Entre 1915 y 1919, el General Antonio Medina combatió a los ex federales, pelaesistas y felicistas en Tamaulipas, Puebla y Veracruz. En 1922, se levantó en armas contra el Gobierno, y murió en Puebla, peleando contra tropas Gobiernistas, el 25 de mayo de ese año. Durante su etapa en Puebla, fue un personaje determinante en el crecimiento de la región de Teziutlán, así como de la familia Ávila Camacho.
Muchas Gracias por leer esta Historia que la Niebla se Llevó.
Fragmento a fragmento, vamos revelando nuestra historia. Si te gustó, compártelo para que más gente conozca nuestra historia. Hasta la próxima.
Fuente:
Y se hizo de noche.
Luis Audirac.
México
1964
Créditos a la imagen: Retrato del General Medina. Ciudad de México, ca. 1922. Fototeca Nacional.
Soy Teziuteco por nacimiento aunque toda mi vida e radicado en la cd de México, en mi infancia pasé agradables momentos en un solar que cuidaban mis abuelos y era propiedad de la familia Conde, curiosamente me apellido igual, y esta se encontraba en la misma idea, ojalá se le diera más importancia de la que tiene en cuestiones históricas, fue paso obligado de el puerto de Veracruz a la cd de México y no hablemos de época prehispánica, ojalá sigan con estos relatos que por inercia llegarán a los grandes nombres y hombres y mujeres que influyeron no sólo en la región si no también a nivel nacional y porque no, a nivel mundial. Saludos cordiales ¡¡¿