En mis andanzas callejeras habìa conocido a aquel hombre, de quien sabìa le llamaban »El Màcara». Alto y delgado, medio trigueño; ojillos vivos como de tuza, escondidos debajo de cejas lampiñas y apretadas. Su rostro alargado estaba picado de viruela. Era tan hocicòn de la boca que se me figuraba como un caballo de esos con los que se juega ajedrez. El sombrero, caìdo de un lado, »gacho», como se dice, le daba el aspecto de un hombre maliciosamente distinto de los demàs, una especie de personaje de novela policìaca o de pelìcula misteriosa. Naturalmente que mi imaginaciòn lo situaba en el papel de hombre malo. Hasta nuestros conciliàbulos del colegio nos llegaban las noticias de que era hombre decidido, jugador y, como suelen señalar los vecinos caracterizados, sin oficio ni beneficio. Decìan que nunca faltaba en las cantinas y en la famosa »partida», que se abrìa en las fiestas del pueblo y en las que se celebran en las ferias de las poblaciones vecinas.
Alguna vez, observando desde lejos al Màcara, pensè que podrìa ser hombre muy malo, pero no dejaba de sentir cierta admiraciòn escondida que no era capaz de explicar. Entonces yo era un chiquillo y èl era ya un hombre hecho y derecho. Sabìamos que era hijo bastardo o entenado de un español rico, y quizàs a eso se debìa a que escondiera un poco su rostro cacarizo y su mirada dura, como de quien no està conforme de su vida misma. Su nombre de pila era el de Rafael de la Torre.
Una tarde, uno de los compañeros del colegio llegò todo alborotado, con visibles muestras de espanto retratado en los ojos, y con palabras incoherentes nos dio la terrible noticia: el mentado Màcara acababa de matar a balazos a un tal Eliezer Garcìa.
Fue difìcil reunir los datos de aquel acontecimiento inusitado, que turbaba la tranquilidad de aquellos dìas casi iguales, que amanecìan y anochecìan, en el pueblo. Decìan que aquel hombre habìa matado en defensa de su dignidad, de su orgullo ofendido. Parecìa raro, pero asì lo aseguraban los mejor informados.
Corrìan los tiempos porfirianos. En Puebla, el amo y señor del Estado era Mucio Martìnez, compadre de don Porfirio. Precisamente de la familia de don Mucio, el gobernador, descendìa Eliezer Garcìa, que habìa muerto a manos del Màcara.
Eliezer Garcìa, la vìctima, habìa llegado a Teziutlàn con la aureola y jerarquìa correspondientes a su dicho parentesco. Yo habìa conocido tambièn a Eliezer. Era un hombre alto, de constituciòn robusta y de aspecto agradable. Vestìa con elegancia y llamaba la atenciòn principalmente cuando paseaba del brazo de la sin par Lolita Bandala, de quien se habìa hecho novio. ¡Què pareja aquella de Lolita y Eliezer! Lolita era, si no la màs hermosa de las señoritas, sì una de las que vestìan con mayor elegancia. Cuando pasaba a nuestro lado tratàbamos de contener la respiraciòn y nuestros ojos la seguìan con esa docilidad y apetencia con que, cuando nos hallamos con doce o trece años encima, vemos los dulces sabrosos y no tenemos con què comprarlos.
En esa tarde tràgica, segùn contaban, Eliezer le tirò una colilla de cigarro en la cara al Màcara, de quien se habìa hecho amigo al poco tiempo de llegar, pues tanto Garcìa como De la Torre eran tahùres y asiduos parroquianos de centros de vicio y cantinas, como El Buen Tono. Habìan llegado a ser, valga la palabra, excelentes compinches. De la Torre se habìa ofendido al sentir el golpe de la colilla en la cara y, sin decir palabra, saliò de la cantina donde ello sucedìa. Cuando regresò fue para plantarle dos o tres tiros a Eliezer, quien se desplomò sin vida sobre el diminuto dueño de la cantina, un español a quien cariñosamente llamàbamos Pepe Luis. El Màcara saliò tranquilamente, acudiò en busca de la primera autoridad, es decir, el Jefe Polìtico, y se entregò. Personalmente el Jefe lo llevò a la càrcel municipal, donde quedò internado.
Frente de la casa de mi abuela estaba la casa de Lolita Bandala, la novia-viuda de Eliezer Garcìa. Cuando yo iba de visita a la casa de mi abuela, desde sus ventanas trataba de atisbar hacia la de Lolita ¿Què serìa de la muchacha? Era tan guapa, que no concebìa la idea de que pudiera verse menos linda vestida de negro. El dìa que la vi salir rumbo a la iglesia, ataviada con todo el rigor de su vestidura de luto, sentì por ella gran desconsuelo, aùn cuando dentro de mì bullìa cierta conformidad deliciosa porque ya no tenìa novio.
Mi curiosidad de muchacho me hacìa, cuando lograba la ayuda de un amigo mayor, ir a espiar desde lo alto de uno de los corredores del palacio municipal, desde donde se dominaba la càrcel, a aquel hombre que habìa asesinado al pariente del gobernador, al novio de Lolita Bandala, una de las màs preciosas muchachas de Teziutlàn. Allì estaba preso el Màcara. Se paseaba entre los demàs reos, fumando tranquilamente. Otras veces permanecìa sentado, tomando el sol de la mañana, mientras otros reclusos se bañaban a cubetazos de agua unos a los otros o se espulgaban los piojos. O se dedicaban a limpiar raìz de zacatòn para hacer escobetas o cepillos. En las altas paredes de la càrcel habìa pintadas calaveras y letreros obscenos que se alcanzaban a divisar desde los corredores, y cuando los presos se daban cuenta que se les estaba viendo desde arriba, le hacìan a uno muecas y le disparaban a uno groserìas.
Los primeros sìntomas de la Revoluciòn llegaron por allà. Se corriò el rumor de que los rebeldes querìan atacar la poblaciòn. Eran los vazquistas y maderistas, y asì, un dìa la ciudad fue atacada por sorpresa. Los escasos elementos de la policìa se defendieron, pero los rebeldes ràpidamente hicieron de las suyas. Impusieron algunos prèstamos y, por corta providencia, abrieron las puertas de la càrcel y dieron libertad a los cautivos, que desde luego fueron a engrosar sus filas.
La ciudad quedò conmovida. Tan pronto como pude escaparme, corrì presuroso a darme cuenta por mis propios ojos de lo acontecido. La càrcel estaba abierta, ni un solo preso quedaba dentro. Las recias puertas enrejadas y claveteadas, negras de mugre, lustrosas por el uso, daban paso a cualquiera. Lo ùnico que habìa en el gran patio, galera y bartolinas era una pestilencia de orines y defecaciones y algo asì como un olor de jaula de leones y tigres del ùltimo circo que nos habìa visitado. Ademàs, se percibìa un raro silencio que solo se interrumpìa por la salida y carreras de las ratas de enorme tamaño que sin duda se daban cuenta de su soledad.
Años despuès se supo que el Màcara era nada menos que general de los rebeldes y pude comprobarlo cuando casualmente, estando en la Ciudad de Mèxico, lo vi con otros militares, en plena avenida de Plateros, portando vistosìsimo uniforme negro con insignias rojo-escarlata; la gorra luciendo rutilante àguila y, como en otros tiempos, agachada hacia adelante, como para cubrir todo su pasado, el de allà de mi pueblo. Desde lejos lo mirè y se me quedò grabada su figura con rasgos màs fuertes de temor y admiraciòn. Era un General Brigadier de la Revoluciòn.
Rafael de la Torre llegò a ser inspector general de la policìa capitalina. Pertenecìa a las fuerzas del divisionario Pablo Gonzàlez.
Muchas anècdotas se platicaban sobre la vida de aquel hombre que habìa dejado de ser el Màcara para volverse el »General Aspirina». Se cuenta que en una ocasiòn, estando varios militares en el famoso cafè Colòn, invitò a un parroquiano que tranquilamente saboreaba un refresco, a tomarse una copa con ellos y como aquèl rehusara aduciendo padecer fuerte dolor de cabeza, De la Torre desenfundò su pistola y le dio un tiro que le echò fuera la masa encefàlica, quitàndole asì, definitivamente, la dolencia. Por eso se ganò el mote de General Aspirina.
Fue en San Antonio, Texas, donde volvì a verlo. Caminaba en busca de trabajo despuès de varios dìas agobiantes, y en una esquina de la calle de Houston vi parado al General De la Torre. Como en otros tiempos, allà en mi lejano pueblo, me quedè miràndolo. Èl era, no cabìa duda. Su aspecto era el mismo que cuando lo veìa de pie en una de las esquinas de la calle Hidalgo. Un fuerte impulso de acercarme a saludarlo me hizo llegar hasta èl. Le hablè con comedimiento, casi con temor. Me mirò con sus ojillos de tuza, con cierta extrañeza; desde luego que no me conocìa. Le dije mi nombre y ello fue suficiente para que me abrazara con emociòn que le descubrì. Èramos, en esos momentos, dos hijos del mismo pueblo: Teziutlàn, mexicanos en paìs extranjero. Èl, un general refugiado que se acogiò a las leyes norteamericanas; yo, un trashumante que buscaba nuevos horizontes.
Fuente:
Me dijo el viento
Luis Audirac, 1949