Concepción Serrallonga y Patiño , nació en Papantla, Veracruz en 1886. Era mujer refinada. Su linaje no le impidió comportarse como la dama educada y el ser noble, extraordinario, sensible y de virtud modelo que siempre fue y la distinguió entre su familia y sus amistades. Conoció los claroscuros de la vida y hasta la madrugada de su ocaso, a sus 38 años de edad, mostró la dignidad de quien ha caminado con la satisfacción de derramar el bien.
Desde la infancia aprendió a cantar ópera y tocar el piano Weinbach de construcción alemana que alguna vez llegó a su casa -La Casa Dorada- y se convirtió en noticia porque al desembarcarlo en el Puerto de Veracruz, en la época del Porfiriato, los técnicos germanos desmontaron el instrumento de cola, contrataron arrieros que condujeron las partes en una recua de mulas y posteriormente lo armaron ante la curiosidad de los habitantes de Papantla. Era la época, todavía, en que la gente tenía capacidad de asombro.
Conoció el rostro del abolengo y la opulencia, pero también el semblante de quienes tomaron las armas y paradójicamente, en una lucha contra la desigualdad social y las injusticias, asesinaron inocentes, saquearon a otras familias y cometieron violaciones y perversidades.
De su padre, el marqués de Serrallonga, heredó el gusto por la lectura. Su voz era dulce y firme; además, su conversación resultaba amena, sensata e interesante. Nadie desconocía que era piadosa y practicaba las virtudes. La opulencia no la había seducido y, por lo mismo, su conducta era diferente a la de la aristocracia de su época e incluso al comportamiento de las damas de sociedad que, acompañadas de sus hijas, visitaban a su madre con la intención de confiarle sus descalabros económicos y solicitarle tarjetas de recomendación para que doña Carmelita Romero Rubio, la esposa de don Porfirio Díaz Mori, presidente del país, las recibiera en el Castillo de Chapultepec y les ayudara a recuperar su posición disfrazada con las apariencias.
Las joyas y los vestidos que la ataviaban nunca fueron motivo para que renunciara a la sencillez de su alma. No se alojó en el desencanto de la arrogancia. Era de esos seres humanos especiales, bellos y escasos que uno, al conocerlos y presenciar sus obras y resplandor, nunca olvida.
Durante las tertulias familiares, recordaba las pláticas interminables de su padre, quien relataba historias relacionadas con la travesía que alguna vez, en las horas de antaño, realizó con sus hermanos desde Europa, cuando el mar olía a aventura y piratas, y cómo uno de ellos eligió desembarcar en Cuba y otro, en tanto, optó por viajar hasta América del Sur para fundar su linaje. Narraba, incluso, que su hermana también había viajado en el mismo barco y decidió quedarse en el país que él eligió para vivir.
En la memoria llevaba las historias paternas, el recuerdo de la epopeya familiar, datos conservados en los anaqueles de la historia y perdidos en la memoria de los antepasados. Mi abuela sabía que descendía del linaje de doña Beatriu de Serrallonga, baronesa de Cabrenys y vizcondesa de Rocabertí, quien durante el siglo XIV fue señora feudal; tampoco desconocía que sus antepasados participaron en la segunda Cruzada y en el rescate de La Cerdaña y Córcega, mientras otro antecesor de nombre Joan de Serrallonga, escribano del rey, acompañó a Cristóbal Colón en su segundo viaje a América. Sabía que existía un pasado esplendoroso de aventuras, castillos, linaje, actividades feudales, travesías en el mar, guerras, relación con monarcas y altos clérigos, poder e intrigas, incluyendo, desde luego, al tristemente célebre bandolero Joan Sala Ferrer, quien durante el siglo XVII adoptó el apellido de su esposa Margarida Tallerdes Serrallonga, heredera de la masía de Serrallonga de Queró, para legar una leyenda, hasta que fue ejecutado en la plaza de Barcelona.
Durante la época del Porfiriato la familia Serrallonga, junto con otras de apellidos Tremari, Fontecilla, Collado, Vidal y Danini, por citar algunas, controlaron el mercado de la vainilla en México, producto de exportación que entonces se pagaba en oro, sobre todo en Francia y Nueva York. No obstante, mi abuela lejos estaba de imaginar, en la aurora de su existencia, que sus padres morirían y que el estallido social de 1910 devastaría las estructuras económicas y sociales del país.
Al morir sus padres, sus hermanos la enviaron a Teziutlán, al norte de Puebla, con unos parientes de apellido Mayaudón, dueños entonces de las principales boticas de la “Perla Serrana”, con la intención de que continuara con su educación y formación de dama de sociedad.
Tuvo tiempo, en la primavera de su existencia, de repasar sus primeros años, la educación que había recibido, a sus padres y hasta la convivencia con sus hermanos, con quienes jugaba en el interior de los grandes roperos de madera, con copetes y espejos biselados, que reposaban en las habitaciones de La Casa Dorada, la mansión solariega.
Fueron sus familiares, los Mayaudòn, quienes le presentaron, en una de las reuniones sociales, a un hombre que le cautivó por su amabilidad, cultura y proyecto de vida. El suyo fue uno de esos encuentros que nunca se olvidan y marcan, en consecuencia, el inicio de una historia de amor maravilloso e inolvidable.
El hombre, Gonzalo Rojon Castillo, cautivó a Conchita. Se miró reflejada en los ojos y comprendió, por lo mismo, que era él el hombre a quien abriría la puerta de su corazón para amarlo cada instante de su vida.
Cuando sus hermanos se enteraron del romance con aquel personaje, se opusieron al pensar que de contraer matrimonio, podría aspirar a los bienes materiales que aún conservaban a pesar de que ya se había acabado para ellos y otras familias el apogeo vainillero.
Definitivamente, la abuela no podría continuar esa relación sentimental. Desconocían las intenciones de su enamorado. Si años atrás la familia Rojon había fundado una gran tienda, una industria jabonera, la fábrica de refrescos “La Judía” y “La Funeraria”, entre otros negocios, desconocían si el enamorado de su hermana tendría aspiraciones de apoderarse de parte de los bienes que les había heredado su padre, el marqués de Serrallonga.
No dudaban que los antecedentes de la familia Rojon tuvieran origen linajudo, incluso con títulos nobiliarios superiores; mas temían perder, en todo caso, la herencia diezmada de sus padres. Eran familias interesadas en conservar su patrimonio, su origen y su privacidad, sin importarles que para lograrlo tuvieran que pagar el precio de renunciar al enamoramiento, a la unión con otras personas.
Un día, sin sospecharlo, perderían hasta las grandes extensiones de terreno heredadas por sus padres, otrora cultivadas de vainilla, porque resultaron contener yacimientos petroleros y les fueron expropiadas sin recibir indemnización, como tantas cosas extrañas e incongruentes suceden en México.
Conchita enfrentó la disyuntiva de olvidar el amor del hombre de quien se había enamorado o renunciar a sus hermanos y a la herencia que le correspondía y así contraer matrimonio. Tenía ante sí una prueba de amor.
Sus familiares, los Mayaudón, se sentían mortificados porque tenían bajo su responsabilidad el cuidado y la educación de la abuela Conchita. Ella, enamorada, pensó que quienes ponen precio al amor, a la felicidad, a los sentimientos, a la libertad, no garantizan una vida plena. Por eso en sus cartas de amor y retratos dedicados al abuelo, Gonzalo Rojon, expresaba sus sentimientos y le pedía nunca la olvidara.
Hubiera resultado cómodo seguir al lado de la familia Mayaudon y posteriormente retornar a Papantla, Veracruz, al lado de sus hermanos, e incluso regresar a Cataluña o permanecer con su abuela materna, ya anciana, quien nació en alta mar cuando sus padres viajaban en barco hacia América; pero creyó en el amor y tomó la decisión de renunciar a su herencia y contraer matrimonio con el hombre que prometió hacerla feliz.
Una vez que habló con sus hermanos y su abuela materna, comprendió que sólo llevaría consigo algunas alhajas, cierta cantidad de dinero y recuerdos de los años de su infancia dorada al lado de su madre, quien fumaba cigarros El Moro y favorecía con recomendaciones ante Carmelita Romero Rubio, la esposa del presidente Porfirio Díaz Mori, a las señoras que ocultaban su descalabro material en el abolengo las apariencias, y a su padre, platicador, negociante aventurero y soñador, que solía ausentarse durante semanas de la casa solariega sin que su familia conociera su paradero.
Ella, demostró amor, decisión y valentía al saber que atemorizarse, seguir reglas o adecuarse a la conveniencia y los intereses familiares, significaría perder la oportunidad de protagonizar una historia feliz, intensa, plena e irrepetible al lado del abuelo, el hombre de quien enamoró. Como pocos seres humanos de aquellos días y también de la hora contemporánea, se probó a sí misma, se midió ante las adversidades y obstáculos y se regaló la oportunidad de amar y ser dichosa.
Murió a los 38 años de edad, una madrugada, tras días de agonía, con la tristeza de dejar trunca su historia de amor, sin madre a sus cuatro hijos pequeños y con la ausencia de esposa en el hogar de mi abuelo. La suya fue una prueba de amor muy grande, quizá porque entendió que cuando uno se enamora verdaderamente de otra persona y es correspondido con el mismo sentimiento, no importan las pruebas que se tengan que sortear, ni tampoco las costumbres y tradiciones del grupo al que se pertenece, ni las fortunas materiales, porque se trata del encuentro y la unión de dos corazones para compartir el más noble de los sentimientos y regalarse el cielo. Toda la riqueza material se perdió en la familia, pero ella descubrió el verdadero tesoro en su interior.
Créditos: Familia Mayaudón – Familia Rojon Serallonga – Braulio Daza
Gracias por leer esta: Historia que la Niebla se Llevó.
Hasta la próxima.