
Hacia los primeros años del Siglo XX, la leyenda de Gonzalo Tejeda se mantenía aún fresca en la memoria de los teziutecos. Este bandolero, famoso por robarle a los ricos y repartirlo entre los pobres, fue asesinado cruelmente por la Gendarmería de aquel entonces: bravos hombres llamados rurales que cuidaban del orden y velaban por la seguridad en el pueblo. El ataque fue planeado gracias a la traición de una mujer, pues era de todos sabido la fama de mujeriego de Gonzalo. Fue abatido en 1895, es decir, cinco años antes del nacimiento de la autora, por lo que debió conocer a fondo la leyenda. Además, la gente de aquella época usaba el nombre de Gonzalo Tejeda como protagonista de historias de fantasmas y aparecidos para amenizar las eternas tardes lluviosas y neblinosas de la Perla de la Sierra.
El mito de Gonzalo Tejeda perduró en el pueblo por muchos, muchos años, y sus andanzas y hazañas se contaban cada vez más exageradas. La Lombardo usó muy bien esta leyenda para aderezar ricamente uno de los pasajes de su novela, mismo que presentamos a continuación.
Sì, siempre habìa sido asì: ella no contaba. Otros habìan dispuesto de su vida…¡hacìa ya muchos años! Pero, ¿podrìa olvidar el asunto por el cual se decidiò su suerte?
Loca de dolor se encaminò a la casa de Juanita Tejeda dispuesta a indagar cuanto hubiera de cierto en el rumor que se difundiò por el pueblo: Gonzalo Tejeda estaba preso en la càrcel de Altotonga.
-Juanita, ¿sabe usted dónde está Gonzalo?
-No sé nada, hijita; anda como siempre, a salto de mata.
Cuando salió a la calle, en el umbral mismo de la puerta, la mano de su padre, dura como una tenaza, se aferró a su brazo con autoridad de dueño.
-¿Qué diablos vienes a hacer aquí? ¡Vamos a la casa! Ahí te espera el que será tu marido: Mauricio Gutiérrez. Un hombre serio y respetable. Esa es mi voluntad. Deja ya de cavilar en ese otro que te has metido en la mollera. ¡No quiero que pienses más en ese bandido!
Cierto, era un bandido, como su padre lo llamara. Cierto también que no podía olvidarlo. Pero, ¿Quién es capaz de mandar en su propio corazón?
Sí, Gonzalo Tejeda. El famoso asaltante que tanto ruido hiciera con sus correrías pintorescas. El ladrón de ojos azules como cuentas y sonrisa de niño consentido. ¡El réprobo!
La plancha se detuvo más de lo necesario sobre la tela que empezó a amarillear.
-Va usted a quemarla, mamá…¿en qué está pensando?
La corriente de entusiasmo que arrolló a las jóvenes del lugar la alcanzó también a ella. Como todas, corrió ansiosa a la serenata que se daba en el zócalo, porque para nadie era un misterio que el muy sinvergüenza se reía de las autoridades haciendo fanfarronadas con el mayor descaro. Sus ojos se encontraron y…¡Santo Dios! ¿Por qué lo habría mirado? Todo su ser conmovido vibró como una guitarra que tuviera voluntad.
Ya muy noche, acostada en su cama sin poder dormir, adivinó en los pasos cautelosos que se oían abajo del balcón la presencia del amado y, sin poderse contener, abrió con sigilo las vidrieras. Un bisbiseo, un murmullo de voces apagadas y un solo beso arrancado por la fuerza. Eso fue todo. Pero…adiós serenidad. Adiós para siempre la quietud de su alma.
Al percibir al padre en la oscuridad de la pieza, el ladrón huyó; pero la hija jamás pudo huir de aquel recuerdo que, como un incendio, ardió hasta quemarla.
¿Cómo podría olvidar sus hazañas que a veces parecían travesuras de niño malcriado? ¿Quién no se acordaba del asalto en pleno día al más rico de la ciudad, al acaudalado extranjero explotador de peones y rancheros al que Tejeda se la tenía jurada? Una de sus víctimas le había contado cómo una vez en que le llevó a vender una piel de un felino atigrado que había cazado en algún sitio de la Tierra Caliente, el hacendado le preguntó:
-¿En cuál lugar lo mataste?
-Cerca de Perseverancia, patrón.
-¿Y no sabes que es una de mis propiedades y que tengo por ahí un criadero?
-Mire usted, patroncito, hace seis días que la traigo cargando desde allá abajo. Deme aunque sea seis reales y se queda con ella.
-¿Seis reales? Aquí tienes un tlaco de estos cochinos que se usan en tu país roñoso. ¡No vale más!
La moneda de jabòn saliò proyectada de las manos del extranjero y fue a caer a los pies del indìgena quien, agachàndose, la recogiò del suelo y empezò a darle vueltas al revès y al derecho.
-Està muy gastada, ya no se le mira el sello, patròn.
-Pues bàjate los pantalones y plàntale el sello, ¡so bruto!
Y con un puntapié en las posaderas que desgarró los calzones de manta, lo mandó a moler a su madre.
Eso era más de lo que podía aguantar el bandido generoso. ¡Él, su Gonzalo! Y una mañana de sábado, en el momento de la raya, se presentó a la vista de todo el mundo. Se metió a la trastienda y pistola en mano obligó al dueño a abrir la caja fuerte. Tomó el dinero y los papeles que había dentro. Recogió además los montoncitos de monedas dispuestos sobre una mesa para el pago y, echando el producto del botín en un costal, hizo una profunda reverencia al viejo:
-¡Muchas gracias! ¡Es usted muy amable! Pero otra vez, don Samuel, tenga más cuidado con sus tigres. Ya que los quiere tanto y los tiene en un criadero, usted mismo deles de mamar. ¡Se les pueden descriar si los deja sueltos!
Y dejando al extranjero con la baba suelta, de un brinco estuvo en la calle.
No hubo para qué decir que una parte del dinero fue a parar a la bolsa de su protegido, con la recomendación de enviar al patrón los calzones estropeados y la orden de comprarse otros más catrines.
¿Y aquella mala pasada que les jugó a los »zorrillos», los vecinos en puerta del Estado de Veracruz, el gran dìa de la fiesta de Nuestro Padre Jesús de Jalacingo? La víspera, ya muy noche, por aquello de las doce, cuando ni un alma se aparecía por las calles y todas las peregrinaciones se habían retirado a mesones y portales -después de cumplir con sus imperiosas necesidades donde les fue menester -, se coló como un gato silencioso, y no hubo un solo excremento humano ni de animal que dejara sin adorno. Clavó una banderita en el centro de cada uno y todavía tuvo el humor de diferenciarlos por el color del papel. En los pequeños estandartes, con letra bien clara, había escrito la siguiente divisa: »Jalacingo saluda a sus visitantes desde esta su casa».
Sus amigas y ella se habían muerto de risa; pero a los vecinos del lugar no les hizo ni tantita gracia y la primera autoridad, azuzada por ellos, mandó a encarcelar a cuanto indígena se hizo sospechoso de haber aliviado el cuerpo desde la víspera.
Escondido en una lomita se refocilaba el muy bribón, gozando el panorama de aquella ciudad empavesada como un barco después de la victoria.
Un hondo suspiro hizo vibrar la mano que alisaba y volvìa a alisar las arrugas del mantel.
¡Cómo se borra todo con el tiempo! ¡Cómo se pierde hasta lo más querido dejando tan solo una huella en el recuerdo! Pero cuando ya casada con Mauricio supo la noticia de su muerte, las piernas le flaquearon y un nudo apretó su garganta. ¡Santo Dios! ¿No había muerto entonces todo aquello? No quería oír. Nada quería saber. Nada ni nadie podría arrancarla de ese reposo que había logrado con tanto esfuerzo. Sin embargo, paró oreja y no perdió ni una gota de aquel diluvio que le descargó su diligente vecina:
-¿Ya lo sabe, hija? Fue por Tèxcal (antiguo nombre del barrio del Fresnillo, sic.) donde al fin lo mataron. Cerca de la tenería que está abajo del despeñadero. Llegó a visitar a la mujer que ahí tenía y así fue como encontró su ruina. Unos dicen que fue por celos y otros que por el dinero que se ofreció al que lo entregara. El cuento es que el pobre estaba bien entretenido con la tipa aquella cuando cercaron la casa los rurales. Yo creo que la infame lo hizo adrede y hasta le ha de haber tapado las orejas. ¡Vaya esté a saber lo que estarían haciendo! Yo no quiero ni pensarlo ¡Bueno èl para no darse cuenta de que había moros en la costa! Pero así son los hombres, se creen muy listos y parecen burros con tapujo. Cualquier mujer los hace andar como le da gana y ellos se dejan llevar jalados del cabresto.
»Como le iba yo diciendo, cuando se dio cuenta ya no tuvo más remedio que meterse debajo del montón de cacahuacintle que la misma mujer le puso encima. Y cuando entraron y dizque le preguntaron dónde estaba el hombre que buscaban, ella dijo que no, que no lo había visto, pero en tanto que negaba, torcìa los ojos hacia la pila de maíz donde lo había escondido. ¡San Antonio de la Pared! ¡Cómo hay gentes que puedan hacer eso! Yo, ¡ni por ningún dinero! El dinero mal habido se petrifica en ceniza.
»Luego cuentan que lo hicieron picadillo. Metieron los machetes hasta que se canzaron en aquel montón, y como luego se hizo un amasijo de sangre y de maíz quebrado, pues ya no pudieron recogerlo màs que con pala.
»Llenaron unos costales con todo aquello y los atravesaron en dos mulas que dizque hasta pujaban cuando subían la barranca. ¡Pobrecillo de Tejeda! La verda es que no debía ni una muerte y que socorrió a muchos pobres. Y a guapo, ¡ni quien le ganara! ¿No le parece, Remeditos? Al fin y al cabo lo perdió su vicio. Fueron las faldas las que lo extraviaron. Pero no se ponga blanca que ni ustè ni yo tenemos que ver en ese cuento.»
Se quedò temblando. Pero no se dio por vencida ante la mujer que la fisgaba con indiscreciòn de simio.
Dio media vuelta, le volteò la espalda y se encaminò al interior de la casa:
-Me va usted a perdonar, Perpetua, usted tiene que recoger las limosnas de su santo y yo…yo voy a ver si nacieron flores en el tejado.