Hay en la ciudad de Teziutlán una escondida calleja que lleva, en placa azul con letras blancas, los nombres de »Francisco y Miguel Rodríguez». Al curioso transeúnte estos nombres le parecerán demasiado simples, por no decir insignificantes. De esta manera nos encontramos, a veces, nombres que a simple vista no nos recuerdan ni nos dicen nada y por ello es preciso desentrañar un poco la simpleza que, como en este caso, lleva dentro una innegable importancia.
Nuestro protagonista, un reportero de cierto diario de gran prestigio nacional:
-Una mañana rebosante de sol del mes de marzo de 1928, fui llamado telefónicamente del mineral denominado »La Aurora», que se encuentra en las inmediaciones de Teziutlán, en Aire Libre. Yo era corresponsal del diario Excélsior de la Ciudad de México, además de director y propietario del periódico local -El Regional-. Un amigo residente en la mina me comunicaba angustiado la noticia de que se había declarado un terrible incendio en el interior de los tiros. Su voz me llegaba entrecortada, con pausas, y me recomendaba suma discreción en vista de que los norteamericanos que explotaban el mineral no querían que se supiera nada. Salí a la calle y busqué la manera de trasladarme hasta La Aurora. Entonces existían unos cuantos coches de alquiler, pero el camino era tan malo que nadie se habìa atrevido a ir en automóvil. Pensé que yo podría hacerlo y fui en busca de un muchacho muy popular en el pueblo que era poseedor de un »fordcito». Hicimos el trato, cargamos gasolina, palas, reatas y salimos dando tumbos y brincos. Nuestro coche se me figuraba como un enorme grillo que daba saltos de un lado a otro.
Hubo momentos del trayecto en que estuvimos a punto de abandonar la temeraria empresa y continuar a pie, pero en los pasos difìciles los dos poníamos nuestros esfuerzos y sacábamos el cochecillo de los hoyancos y proseguíamos adelante. Fue difícil y arriesgada la travesía, pero llegamos al fin. Nuestra hazaña consistía en que era el primer automóvil que alcanzaba los límites del mineral. Si nuestro arribo hubiera sido en tiempos de tranquilidad y no en aquellos excepcionales, probablemente nos hubieran dispensado una entusiasta recepción; pero ahora nadie reparaba en nosotros ni en nuestro cochecillo, pues los instantes que ahí se vivían eran de indiscutible tragedia. La impresión que llevamos al presenciar las escenas de terror fue indescriptible.
Conforme avanzábamos para acercarnos al lugar donde se produjo el incendio, más cuenta nos dábamos de lo espantoso de aquella desgracia. Corrían los hombres de todas partes para llegar a la boca del socavón. Grupos de mujeres con sus criaturas corrían también, y tenían la tragedia impresa en sus semblantes demacrados. Se oían gritos y exclamaciones por todos los sitios. Grupos de gente, apretándose unas con otras, permanecìan en las lomas, encaramados en los montones de piedra quebrada, mirando con pavor aquellas tremendas correrías de hecatombe. Mientras tanto las altas chimeneas de las diferentes dependencias del mineral se mostraban, en aquel panorama tétrico, empenachadas con densas fumarolas de humo negro y parduzco, que ascendìa hacia el azul limpísimo de la mañana primaveral. Tal parecía que por esas chimeneas y entre el humo habían de escaparse los gritos desgarradores de los hombres que luchaban abajo, a cientos de metros de profundidad. La boca del socavón incendiado se asemejaba a una entrada al Infierno. En las inmediaciones de aquella bocamina, donde la muerte parecía asomarse a cada instante, se respiraba el terrible gas que allá abajo asfixiaba a los infelices trabajadores que, en el turno de la mañana, como otras tantas veces desde hacía varios años, habían bajado silbando unos, cantando otros, y los más con la pasividad estoica de nuestros hombres que no tienen miedo a la muerte. Habían bajado, como ayer, como todos los días, a desempeñar sus labores, perdidos en la oscuridad y el misterio de las entrañas de la tierra. El médico de la compañìa, auxiliado por empleados y jefes, corría de un lado a otro dando órdenes e instrucciones. En mantas, sobre el suelo, yacían los primeros trabajadores que sus compañeros extraían de las galerías subterráneas. Pero adentro quedaban aún muchos mineros. Catástrofe, confusión, desastre, pavor. Todos querían salvarse, todos arañaban con las manos enlodadas los cables; se empujaban, trataban de subir a un mismo tiempo por el malacate, y enmedio de aquella confusión era preciso organizar el salvamento. Cada hombre que salía de aquel averno mostraba una impresionante mueca de desesperación y, arrastrándose, hacía esfuerzos para llenar con el aire de afuera sus pulmones intoxicados con el gas mortífero. De manera urgente, y a fin de dar el más positivo y rápido auxilio, fueron llamados los médicos residentes en Teziutlán. Se habìa pedido ya un equipo de salvamento, el cual salió de Pachuca en un tren que hacía su recorrido en vía libre hasta la ciudad serrana. A los asfixiados se les daba respiración artificial y así volvían a la vida poco a poco, con los ojos hundidos, las fosas nasales dilatadas al máximo y con las quijadas trabadas en la tremenda tortura de querer contener la entrada de la muerte.Pero allí estaban dos hombres, dos hombres con tamaño de gigantes que eran quienes propiamente dirigían la obra de salvamento de sus compañeros. Es imposible olvidar su presencia; surgía como de una página dantesca. Salían del infierno empujando un vagón cargado de hombres asfixiados, unos sobre otros. Repitiendo viajes desesperados de la boca del tiro hasta la entrada del socavón. Los dos hombres, bañados de lodo, de sudor, de sangre, habían salvado ya a muchos compañeros, unos que yacían reponiéndose y otros que se hallaban fuera de peligro. Pero aún faltaban más de veinte y era preciso rescatarlos. El equipo de salvamento no llegaba. Mister Morris, que estaba encargado de la jefatura, trató de penetrar también en salvamento de los trabajadores, pero fue extraído con síntomas de asfixia. Sin embargo, aquellos dos gigantes, dos viejos mineros, tío y sobrino, llamados FRANCISCO y MIGUEL RODRÍGUEZ, hicieron el último intento para salvar a los compañeros que morían en el fondo. Afuera reinaba la tragedia por dondequiera que se posaran los ojos. Las mujeres y los hijos de los trabajadores que aún permanecían en el fondo lloraban con desesperanza. Los familiares de Francisco y Miguel Rodríguez esperaban que de un momento a otro reaparecieran con sus compañeros salvados. Mas los minutos se hicieron horas y el silencio un manto negro desgarrado con gritos angustiosos. Cerca de la medianoche llegó el tren de auxilio procedente de Pachuca. Inmediatamente los rescatistas, equipados con mascarillas y demás implementos de salvación, penetraron en aquel infierno.
En la orilla del tiro de la mina, junto al malacate que ya no pudieron hacer funcionar, hallaron los cadáveres de los dos mineros, tío y sobrino, fundidos en un fuerte abrazo, como para sentirse uno solo al enfrentarse con la muerte. Aquellos dos hombres, muertos tan valerosamente, fueron extraídos. No fue posible, a causa del rigor mortis, separarlos de su abrazo. Aparte, sus cadáveres eran una masa informe, enlodados con esa misma tierra y minerales que ellos tantas veces sacaron del fondo de las galerías; ensangrentados con la sangre de sus propios hermanos salvados y con la suya misma. Para sepultar aquellos dos muertos unidos en un abrazo eterno se construyó una caja especial. Ahora sus restos descansan, olvidados ya por el tiempo, en el cementerio de las víctimas del incendio, a un costado de la capillita de los mineros, dentro del mineral. Fueron dos héroes gigantes. En espera de que un gran artista esculpa en piedra inmortal su valerosa hazaña, ejemplo para todos los hombres, quedan en aquella calleja, en una placa azul con letras blancas, sus sencillos nombres: FRANCISCO Y MIGUEL RODRÍGUEZ.
Fuente: «Me dijo el Viento». – Luis Audirac. México. 1949
Nota:Los malacates (del náhuatl malacatl, huso, cosa giratoria) eran máquinas de tipo cabrestante, de eje vertical, muy usadas en las minas para extraer minerales y agua, que inicialmente tenían un tambor en lo alto del eje, y en su parte baja la, o las, varas a las que se enganchan las caballerías que lo movían. Posteriormente pasaron a utilizar energía eléctrica para mover un tambor horizontal y a estar en lo alto de una torre.